HOMILÍA SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN 2016.
1.
“Les dijo: Así está escrito que el Cristo
padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se
predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las
naciones, empezando desde Jerusalén” (San Lucas XXIV, 46-47).
Casi sin darnos cuenta el tiempo de Pascua de
Resurrección ha ido avanzando. Recorrimos cada una de las apariciones de Jesús
Resucitado, llenándonos de alegría y de esperanza. Ambas nos hacen ver este día,
a la luz de la fe, pues sabemos hacia dónde vamos, sabemos con quién vamos y sabemos a qué vamos.
Hace unos días miraba con grata sorpresa cómo
en un colegio católico del extranjero el alumnado tenía un saludo común. El dedo
índice mirando hacia lo alto, gesto que
deseaba manifestar la vocación de la que todo bautizado tiene desde el día que
fue constituido como hijo de Dios e hijo de la Iglesia. No otra vocación que
aquella que el Apóstol Pablo nos señala: “Sois
ciudadanos del cielo…ciudadanos de los santos” (Efesios II, 19).
Por esto, para muchos esta celebración resulta
quizás como “ajena” y “distante”, toda vez que se suele vivir
socialmente a “ras de suelo”,
pensando que el destino del hombre termina en los cuatro puntos cardinales de
este mundo. Instalados en él, pensamos que nada nos moverá, permaneciendo como
anclados en sus criterios, en sus fines, y en sus medios.
La vida actual gira en torno a lo que pasa, y
en ocasiones, nuestro mensaje se
confunde con las voces de este mundo, presentado un proyecto de vida que no
tiene otra expectativa que satisfacer a los falsos ídolos del poder, del tener
y del placer, ante los cuales se les tributa el homenaje de una ciega
obediencia.
Hoy el Evangelio nos habla de una esperanza
cierta, la cual es la persona de Jesucristo, en quien tenemos la respuesta
definitiva, que no viene a completar nuestras deficiencias sino a dar respuesta
plena a todo lo que somos.
En Él nada queda al margen, por lo que podemos
confiar que cualquier prueba que ofrezcamos por amor a Dios y a su Iglesia, tendrá el premio de la Bienaventuranza Eterna,
donde Jesús dirá: “Venid, benditos de mi
Padre al lugar preparado para vosotros desde toda la Eternidad” (San Mateo
XXV).
Notable detalle que coincida la Ascensión del Señor en el día que en
muchos hogares honrarán la grandeza de la maternidad en su dimensión física y
espiritual. En primer lugar, nuestra mirada se detiene en este día de la ascensión
del Señor con quienes en su vida virginal prefiguran la vida en el cielo.
PADRE JAIME HERRERA, Y HERMANOS JUNTO A SU MADRE. |
La totalidad de la entrega de la mujer en su consagración como
religiosa le hace tener una disposición universal para acoger y cuidar el don
de la vida, allí donde se encuentra. Por esto: los hogares de menores, las
cárceles, los centros educativos, los hospitales, los lechos de enfermos, y
hasta el purgatorio mismo han tenido fieles guardianes de quienes están en esos
lugares tan diversos. Las religiosas sin duda ejercen la maternidad, por esto
suelen ser reconocidas como “madres”.
Por ello, entre las obras de misericordia la vida de las religiosas ha
sido una verdadera plegaria en acción, donde la creatividad ha llevado a ser
impulsoras de caridad en las fronteras
donde se ha necesitado. ¿Enfermos de lepra? ¿Casas de Sida? ¿Hogares de
ancianos? ¿Casas de acogida para madres en riesgo de abortar? En todo siempre
las religiosas han “llevado la delantera”
en iniciativa, en perseverancia, en constancia, en aceptación de riesgo como el
que se vive actualmente en tantos países islámicos. No dudemos en este día en
saludar a tantas religiosas de nuestras comunidades católicas, que han hecho de
sus vidas la fidedigna interpretación del amor de Dios.
La vivencia de los votos de pobreza, obediencia y virginidad lejos de
ser un obstáculo para el ejercicio de la maternidad espiritual resulta el mejor
engaste por el cual una vida consagrada se ofrece a Dios y desde Él, se ofrece
al mundo para servir. La exclusividad de una entrega perpetua a Dios en alma y cuerpo hace al corazón más
libre para estar disponibles a la hora de servir a todo aquel que lo necesita,
por lo que se verifica una vez más que sirve
para vivir aquel que vive para servir.
La grandeza de la fe es el amor. Así lo ha sentenciado el Romano
Pontífice, al destacar que “la medida de
la fe es el amor”. Cuanto se ama, cuanto se cree, por ello, la causa del
acrecentado amor que tiene una madre emerge hondamente desde su particular condición
de creyente, lo cual le hace descubrir que el hijo suyo ha sido puesto a su
cuidado por Dios mismo –dador de toda vida- del cual deberá dar precisa cuenta
no sólo de los desvelos para su bienestar físico sino sobretodo espiritual y
moral.
En efecto, el mandato de Dios en el Génesis: “Creced, multiplicaos poblad la tierra” no sólo apuntaba a la
mantención de la especie, sino que se encaminaba a asumir el proyecto de Dios
que hace a cada persona gestada a su imagen y semejanza, por lo que el derecho
a nacer es el primero y necesario de los que posee el hombre, y del cual se
desprenden todos los demás.
Sin garantizar el derecho a nacer ¿qué sentido tendría el poseer el
derecho a estudiar gratuitamente? Si a una criatura se le impide nacer ¿Qué
sentido tendría hablar de grados de participación ciudadana?, si a un solo
pequeño se le impide poder nacer en razón de su salud, en razón de su origen,
en razón de sus capacidades, con ese acto se termina hipotecando y colocando en tela de
juicio la viabilidad de toda persona ya nacida. No es mezquina la historia
contemporánea al referir los dramáticos ejemplos cuando una ideología
utilitarista y materialista ha intentado arrasar con la vida humana.
2. “Bajo sus pies sometió todas la cosas y le constituyó Cabeza suprema
de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena
todo en todo” (Efesios I, 22-23).
Existe un verdadero hilo conductor entre la Santa Biblia y el don de la
maternidad, toda vez que en sus primeras páginas (Génesis III, 15) anuncian que una mujer aplastará el poder del maligno
prefigurado en la serpiente tentadora, en tanto que, culmina la revelación en
su último libro –escrito por san Juan- describiendo a un dragón que quiere
devorar a la madre y al hijo
(Apocalipsis XII, 1-17).
Sabemos que en la Sagrada Escritura la figura de la madre ocupa un
lugar privilegiado, y en todo momento ligado a las bendiciones de Dios. Aún más, la misma misericordia de Dios se
presenta bajo la perspectiva del don de
la maternidad toda vez que los hijos son siempre un “regalo de Dios” (Salmo CXXVII, 3-5), cuya grandeza radica en ser
expresión de la bondad de Dios y en ser una gracia específica, como única,
donde la vinculación de la madre respecto de sus hijos no tiene comparación con
otros afectos.
Esto lo encontramos en los escritos de San Pablo, en los cuales
encontramos la expresión griega phileoteknos,
la cual evoca el especial amor maternal, del cual deducimos que es un amor
preferencial, que conlleva un particular cuidado que tiende a: alimentarlos,
abrazarlos con cariño, cubrir sus necesidades, manifestar ternura, de tal
manera que se exprese un amor como si fuera el único salido de la mano de Dios.
La experiencia de cada uno nos enseña que ello es una realidad pues
siempre la madre sabe encontrar oportuna y eficazmente la palabra y la actitud
que requiere cada hijo.
El reloj de una madre suele avanzar de una manera diversa a la que
gira el tiempo en general. Siempre dispuesta a servir, siempre atenta a
reparar, siempre dada a escuchar pero –también- a aconsejar, en ocasiones “a tiempo y destiempo”. Así lo dice el Antiguo
Testamento respecto del amor de una madre: “disponible,
mañana, tarde y noche” (Deuteronomio VI, 6-7). Siempre resulta ejemplar el
hecho de ver a las madres en vigilia cuando los hijos pasan por alguna
dificultad.
3. “Recibiréis
la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos”
Así ha sido la presencia de la Virgen Santísima a lo largo de toda la
historia de la Iglesia. En los momentos de mayor dificultad su asistencia ha
estado garantizada, toda vez que Ella, obediente y creyente a los designios del
Dios, ha ido acompañando en todas las generaciones desde el instante mismo de
la Encarnación que quedo solemnizado por las palabras de Jesús, su hijo y Dios,
aquel viernes Santo: “Mujer ahí tienes a
tu hijo” Y en aquel todos los
bautizados estuvimos representados.
Dios respondió al desafío y la desobediencia de Satanás con la
obediente sumisión de una mujer que hace lo que Dios le pide, por lo que, por
medio de su maternidad, Dios da respuesta a la soberbia y la jactancia de
Satanás con la presencia de un recién nacido envuelto en pañales...Un Hijo
nacido de una mujer y madre. ¡Viva Cristo Rey!
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