martes, 31 de mayo de 2016

Por la misa la balanza está a nuestro favor

  HOMILIA  CORPUS CHRISTI / CICLO “C”/ TIEMPO ORDINARIO.

Si de pronto se acerca alguien y nos dice “dadles de comer a todos”, lo primero es pensar de qué disponemos. Podemos invitar a un grupo de personas, familiares numerosos, pero cinco mil personas…más niños y mujeres, resulta algo casi imposible. Supongamos que realmente eran unas doce mil personas en total. Media marraqueta para cada uno  implicaría tres millones de presos  con un peso de dos toneladas y media. Arduo trabajo para amasar, para cocer, para trasladar y para repartir.
Padre Jaime Herrera González

Era evidente que materialmente resultaría imposible juntar esa cantidad de pan.
Además, estaban en despoblado. El traslado se hacía infructuoso, arduo. Requería de muchos medios y personas para llevarlo de un lugar a otro. El pan no solo es partido, también es repartido, lo que requiere del servicio de los apóstoles pues, claramente rubrica el Santo Evangelio que “ellos se lo entregaron a la gente”.

Aquel milagro no habría tenido su fin sin la intervención eficaz de los discípulos del Señor, quienes, en virtud del llamado que les hizo el Señor, en función del rol que tendrían luego desde la Ultima Cena, y por la fe acrecentada por la evidencia del milagro realizado ante sus ojos y “en sus propias manos”.

No eran unos “operarios”, ni unos “colaboradores”, sino que fueron llamados y constituidos como continuadores y mediadores eficaces entre la persona de Jesucristo y los fieles. Esto aparece muy claro en el milagro relatado, por lo que comprendemos que su misión no quedaba limitada a repartir bienes perecederos, o a dar un pan que quitaba la fatiga de una jornada diaria, sino que estaban llamados  a ser portadores del Pan del Cielo que nutria el alma, pues contenía el alma de Cristo…a todo Cristo.

El sacerdocio  se comprende desde la Santísima Eucaristía, con lo cual se evita una visión reduccionista y parcial respecto de quién es y qué hace realmente un sacerdote de Dios. No es un agente pastoral con funciones especiales, no es un reformador social al modo como lo es un servidor público, no es un gestor religioso al modo como lo son en lo suyo los gestores culturales, que buscan con desesperación las novedades y la climatización de las verdades  valores y principios emanados de la fe,  con los criterios, fines e intereses mundanos que inevitablemente  corroen y secan el alma.

PADRE JAIME HERRERA, EMBAJADORA Y CÓNSUL POLONIA
Quienes en algún momento lidiaban respecto de qué lugares tendrían en el Reino, y buscaban en ocasiones ser humanamente importantes, ahora descubren que,  junto a Jesús y por su directa bendición,  hacen en este milagro de la multiplicación de los panes,  propicia la gracia como signo de Aquella en la cual el mismo sería figura y presencia, real y substancial, pues: “Cuando comemos el Cuerpo de Cristo y bebemos la Sangre de Cristo, comemos y bebemos el precio de nuestra redención”.

Nuestra Iglesia vive de la Santa Eucaristía, aun mas diremos que la misma historia de la Iglesia está llamada a ser una Eucaristía, donde los fines de la celebración se van entrelazando a lo largo de cada acontecimiento: laudatorio, propiciatorio, expiatorio y agradecido.

a). La alabanza hecha oración debe estar continuamente presente en nuestros labios y en nuestra vida, pues, cada instante  que vivimos nos hace tomar conciencia de lo insignificante que cada uno es en el contexto del universo mismo, y de lo eterno, poderoso, y misericordioso que Dios es por el hecho de haber depositado su mirada y habernos hecho de la nada para un día ser partícipes de todo.
El hecho de la cantidad incontable de los panes sobrantes en este milagro evidencia que las gracias que Dios concede siempre exceden nuestros anhelos y son capaces de colmar cada una de nuestras necesidades, las cuales –finalmente- terminan siendo verdaderos impulsos para la alabanza a Dios. ¡Dios es adorable! ¡Sólo Dios merece nuestra alabanza permanente!

Es propio de nosotros, que fuimos invitados a ser partícipes del don de la vida y sobre todo de la fe, el manifestar nuestra primera opción, nuestra primera mirada, nuestro primer deseo al único Dios verdadero, que se ha revelado en las Santas Escrituras, nos lo ha mostrado de una vez para siempre su Hijo Unigénito Jesucristo.

Este acto de alabanza no lo hacemos “dispersos” ni “solitariamente” sino que  lo elevamos como parte de la familia de los hijos de Dios que es su Iglesia. Adorar y alabar a Dios implica que juntos miramos lo mismo, que juntos creemos lo mismo, y por tanto adoramos al Dios que guía nuestros pasos. Por ello, debemos alejarnos de todo acto que nos distraiga del espíritu de alabanza hacia Dios, de todas las nuevas idolatrías envueltas en el ropaje de la tolerancia y el sincretismo, toda vez que el Señor ha sido muy claro en lo que se refiere al culto de alabanza que le corresponde por ser quien es Él: “No tendrás otros dioses aparte de Mí. No los adorarás ni les servirás, porque Yo el Señor tu Dios, soy un Dios celoso” (Éxodo XX, 14).

La alabanza implica dar a Dios lo que le corresponde, y esto nos hace recodar el refranero popular: “lo primero es lo primero” (the first things first). Por lo que el “acto de alabanza” nos exige destinar el tiempo necesario al culto sagrado, a la oración, pues si amamos a Dios es propio de quien quiere a una persona hablar con frecuencia con el ser amado. El quiebre de la relación personal surge porque no se habla oportuna y suficientemente, de modo semejante,  el debilitamiento de nuestra fe surge porque no adoramos verdaderamente a nuestro Dios. Si Dios tiene que mendigar de nuestro tiempo, de nuestra atención, de nuestros deseos, de nuestros intereses, de nuestras opciones…si acaso el Señor debe rivalizar con “otras prioridades” es que no estamos verdaderamente adorando y alabando a nuestro Dios. ¡Si Dios no es nuestra primera opción –simplemente- es porque hemos dejado de adorarle!

b). La propiciación: Nuestra Misa tiene un fin específico, que la distingue y valoriza: favorece la gracia, es decir, inclina la balanza de lo bueno, de lo que hace bien, de lo que es necesario, de lo que es hermoso,  hacia quienes la ofrecen,  tal como  la Iglesia Santa  lo ha hecho durante ya dos milenios.

Este carácter propio de nuestra Santa Misa surge de la bondad misma de Dios, que ha establecido en Jesucristo el camino para retornar a la Casa del Padre en el seguimiento fiel a su voluntad. El sacrificio del Señor, renovado en cada celebración, inclina a favor del celebrante y de cada feligrés el poder de la gracia, sin la cual no se puede hacer acto meritorio.

Bajo diversas expresiones, en ocasiones, se suele reconocer el valor “tonificante” de nuestra Santa Misa, en el sentido que el “sentirse bien” y el “salir renovado” pueden ser síntomas de la gracia inmediata que nos es dada en cada celebración. Muchas veces podemos llegar al templo con la sensación de estar a los pies del mundo, y luego de comulgar percibimos estar como en la cima de un mundo nuevo. Ello, evidentemente es consecuencia de estar con Jesucristo, tanto en su palabra cuanto en su vida misma: presente en toda su divinidad, humanidad, cuerpo y sangre.  

Hay que ver cómo le cambia el rostro y el modo de ver la vida a quien se sabe querido, cuando está junto a quienes le aman. Nosotros, en la Santa Misa estamos con quien sabemos nos amó primero, nos ama más que cualquier ser en la tierra de todas las generaciones consideradas, nos ama en todo momento, permitiendo con ello que incluso sumergidos en la debilidad y el pecado podamos enmendar el rumbo y salir de las aguas turbulentas. Y, todo esto ocurre porque en cada celebración se hace propicia la gracia y se inclina el peso de la balanza a favor de quien con sinceridad y pureza de intención se hace partícipe del mandato hecho por el Señor durante la Última Cena: “¡Hagan esto en mi memoria!” (Hoc facite in meam commemorationem) (San Marcos XXII, 19).

La expiación: Es una palabra inhabituada en nuestro lenguaje frecuente. Cuando alguien sobrelleva el peso de la culpa de otro, asume las consecuencias en primera persona, y sin dilación precipita el perdón, restable la relación entre las personas, facilita el encuentro. Jesucristo por medio del sacrificio hecho en el Calvario, y que se “revive” en cada Santa Misa, establece el puente necesario para que cada bautizado pueda “ir a la Casa del Padre”.

El pecado original produjo un abismo de tanta profundidad entre la creatura y su creador que sólo la obra de Jesús pudo saldar debida y definitivamente,  haciendo que sea la sangre de Cristo derramada en nuestros altares el precio pagado por  nuestra Redención. Por esto, no hay obra más importante ni actividad más urgente que precisemos que poder participar de la Santa Misa. Una sola Misa encierra el poder de cambiar el cosmos.

Por esto, nunca terminaremos de profundizar en la riqueza que entraña cada celebración para el beneficio de nuestra alma en vistas a obtener la bienaventuranza eterna, sabiendo que el mismo Cristo que un día predicó en tierra santa, el mismo que comulgamos en cada Santa Misa, es el que en la hora actual  “pone la cara” expiativamente en el cielo por cada uno de nosotros,  ante el Padre Eterno. Y, ante esto: ¿Cuál es nuestra respuesta?

d). La gratitud: Sabemos que “amor con amor se paga”. Un alma que ha unido sus manos para orar y alabar a Dios, un corazón que percibe nítidamente la bondad del Señor en la Cruz de ser el “aval” de nuestros pecados, va a tender necesariamente a dar gracias a Dios por quién Dios es y por lo que Dios ha hecho a lo largo de toda nuestra vida.

Es propio de quien se sabe amado por Dios ser agradecido, lo cual nos lleva a ofrecer a Dios “a la medida de Dios” la mayor Acción de Gracias que podemos tener, cual es Cristo en nuestros altares. Recordemos cómo cambia un simple servicio que se agradece, por accesorio que parezca, cómo somos capaces de sacar nuevas fuerzas cuando alguien reconoce y agradece lo que hemos hecho. De modo semejante, la justicia de Dios se aplaca y su misericordia se hace magnánima al momento de agradecer los bienes que sin merito nuestro nos concede. 

Abstenernos de participar de la Santa Misa implica portarnos como hijos ingratos de Dios, que no parece importarnos lo que ha hecho por cada uno nosotros. Hay un dejo de desprecio a la bondad de Dios cuando los días domingo y fiestas de guardar preferimos las miserias del mundo ante las grandezas de la misericordia divina.
Parroquia Puerto Claro Valparaíso, Chile

Durante estos últimos meses, diversos templos han sido quemados y han sufrido serios daños, impidiendo la libertad de asistir al culto divino, y en ocasiones provocando el acto sacrílego que la quema de sagrarios…pueden consumirse las estructuras, la fe no se quema, porque arde fuera y dentro de cada templo.

El día de Corpus Christi quemaron un Seminario diocesano, olvidan aquellos que si algo fortalece la vida de la Iglesia a lo largo de la historia es la persecución donde la sangre derramada es semilla de nuevos y mejores cristianos. Nos unimos espiritualmente a las lágrimas de tantos fieles que han visto la destrucción de sus templos, implorando que prontamente se restablezca el estado de derecho e impere en cada ciudad, en cada hogar, en cada rincón de nuestra Patria. Todos sabemos dónde han terminado las quemas de Iglesias en el mundo. Es un síntoma gravísimo de lo que sobreviene si acaso no se enmienda el rumbo. ¡Cristo no muere! ¡El Cuerpo de Cristo vive en nuestras calles y ciudades! ¡Cristo nos espera cada día en su casa que es el hogar de nuestras almas, que nadie tiene derecho a usurpar, quemar ni destruir! ¡Que viva Cristo Rey! Amen.

Padre  Jaime Herrera González, Cura Párroco de Nuestra Señora de las Mercedes de Puerto Claro





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