HOMILIA CORPUS CHRISTI / CICLO “C”/ TIEMPO ORDINARIO.
Si de pronto se acerca
alguien y nos dice “dadles de comer a
todos”, lo primero es pensar de qué disponemos. Podemos invitar a un grupo
de personas, familiares numerosos, pero cinco mil personas…más niños y mujeres,
resulta algo casi imposible. Supongamos que realmente eran unas doce mil
personas en total. Media marraqueta para cada uno implicaría tres millones de presos con un peso de dos toneladas y media. Arduo
trabajo para amasar, para cocer, para trasladar y para repartir.
Padre Jaime Herrera González |
Era evidente que
materialmente resultaría imposible juntar esa cantidad de pan.
Además, estaban en
despoblado. El traslado se hacía infructuoso, arduo. Requería de muchos medios
y personas para llevarlo de un lugar a otro. El pan no solo es partido, también
es repartido, lo que requiere del servicio de los apóstoles pues, claramente
rubrica el Santo Evangelio que “ellos se
lo entregaron a la gente”.
Aquel milagro no habría
tenido su fin sin la intervención eficaz de los discípulos del Señor, quienes,
en virtud del llamado que les hizo el Señor, en función del rol que tendrían
luego desde la Ultima Cena, y por la fe acrecentada por la evidencia del
milagro realizado ante sus ojos y “en sus propias manos”.
No eran unos
“operarios”, ni unos “colaboradores”, sino que fueron llamados y constituidos
como continuadores y mediadores eficaces entre la persona de Jesucristo y los fieles.
Esto aparece muy claro en el milagro relatado, por lo que comprendemos que su
misión no quedaba limitada a repartir bienes perecederos, o a dar un pan que
quitaba la fatiga de una jornada diaria, sino que estaban llamados a ser portadores del Pan del Cielo que nutria
el alma, pues contenía el alma de Cristo…a todo Cristo.
El sacerdocio se comprende desde la Santísima Eucaristía,
con lo cual se evita una visión reduccionista y parcial respecto de quién es y
qué hace realmente un sacerdote de Dios. No es un agente pastoral con funciones especiales, no es un reformador social al modo como lo es un
servidor público, no es un gestor
religioso al modo como lo son en lo suyo los gestores culturales, que
buscan con desesperación las novedades y la climatización de las verdades valores y principios emanados de la fe, con los criterios, fines e intereses mundanos
que inevitablemente corroen y secan el
alma.
PADRE JAIME HERRERA, EMBAJADORA Y CÓNSUL POLONIA |
Quienes en algún
momento lidiaban respecto de qué lugares tendrían en el Reino, y buscaban en
ocasiones ser humanamente importantes, ahora descubren que, junto a Jesús y por su directa bendición, hacen en este milagro de la multiplicación de
los panes, propicia la gracia como signo
de Aquella en la cual el mismo sería figura y presencia, real y substancial,
pues: “Cuando comemos el Cuerpo de Cristo
y bebemos la Sangre de Cristo, comemos y bebemos el precio de nuestra redención”.
Nuestra Iglesia vive de
la Santa Eucaristía, aun mas diremos que la misma historia de la Iglesia está
llamada a ser una Eucaristía, donde los fines de la celebración se van
entrelazando a lo largo de cada acontecimiento: laudatorio, propiciatorio, expiatorio y agradecido.
a).
La alabanza hecha oración debe estar continuamente
presente en nuestros labios y en nuestra vida, pues, cada instante que vivimos nos hace tomar conciencia de lo
insignificante que cada uno es en el contexto del universo mismo, y de lo
eterno, poderoso, y misericordioso que Dios es por el hecho de haber depositado
su mirada y habernos hecho de la nada para un día ser partícipes de todo.
El hecho de la cantidad
incontable de los panes sobrantes en este milagro evidencia que las gracias
que Dios concede siempre exceden nuestros anhelos y son capaces de colmar cada
una de nuestras necesidades, las cuales –finalmente- terminan siendo
verdaderos impulsos para la alabanza a Dios. ¡Dios es adorable! ¡Sólo Dios
merece nuestra alabanza permanente!
Es propio de nosotros,
que fuimos invitados a ser partícipes del don de la vida y sobre todo de la fe,
el manifestar nuestra primera opción, nuestra primera mirada, nuestro primer
deseo al único Dios verdadero, que se ha revelado en las Santas Escrituras, nos
lo ha mostrado de una vez para siempre su Hijo Unigénito Jesucristo.
Este acto de alabanza
no lo hacemos “dispersos” ni “solitariamente” sino que lo elevamos como parte de la familia de los
hijos de Dios que es su Iglesia. Adorar y alabar a Dios implica que juntos
miramos lo mismo, que juntos creemos lo mismo, y por tanto adoramos al Dios que
guía nuestros pasos. Por ello, debemos alejarnos de todo acto que nos
distraiga del espíritu de alabanza hacia Dios, de todas las nuevas idolatrías
envueltas en el ropaje de la tolerancia y el sincretismo, toda vez que el
Señor ha sido muy claro en lo que se refiere al culto de alabanza que le
corresponde por ser quien es Él: “No
tendrás otros dioses aparte de Mí. No los adorarás ni les servirás, porque Yo
el Señor tu Dios, soy un Dios celoso” (Éxodo XX, 14).
La alabanza implica dar
a Dios lo que le corresponde, y esto nos hace recodar el refranero popular: “lo primero es lo primero” (the first
things first). Por lo que el “acto de alabanza” nos exige destinar el tiempo
necesario al culto sagrado, a la oración, pues si amamos a Dios es propio de
quien quiere a una persona hablar con frecuencia con el ser amado. El quiebre
de la relación personal surge porque no se habla oportuna y suficientemente, de
modo semejante, el debilitamiento de
nuestra fe surge porque no adoramos verdaderamente a nuestro Dios. Si Dios
tiene que mendigar de nuestro tiempo, de nuestra atención, de nuestros deseos,
de nuestros intereses, de nuestras opciones…si acaso el Señor debe rivalizar
con “otras prioridades” es que no
estamos verdaderamente adorando y alabando a nuestro Dios. ¡Si Dios no es
nuestra primera opción –simplemente- es porque hemos dejado de adorarle!
b).
La propiciación: Nuestra Misa tiene un fin específico,
que la distingue y valoriza: favorece la gracia, es decir, inclina la
balanza de lo bueno, de lo que hace bien, de lo que es necesario, de lo que es
hermoso, hacia quienes la ofrecen, tal como
la Iglesia Santa lo ha hecho
durante ya dos milenios.
Este carácter propio de
nuestra Santa Misa surge de la bondad misma de Dios, que ha establecido en
Jesucristo el camino para retornar a la Casa del Padre en el seguimiento fiel a
su voluntad. El sacrificio del Señor, renovado en cada celebración, inclina
a favor del celebrante y de cada feligrés el poder de la gracia, sin la
cual no se puede hacer acto meritorio.
Bajo diversas
expresiones, en ocasiones, se suele reconocer el valor “tonificante” de nuestra Santa Misa, en el sentido que el “sentirse bien” y el “salir renovado” pueden ser síntomas de
la gracia inmediata que nos es dada en cada celebración. Muchas veces podemos
llegar al templo con la sensación de estar a los pies del mundo, y luego de
comulgar percibimos estar como en la cima de un mundo nuevo. Ello, evidentemente
es consecuencia de estar con Jesucristo, tanto en su palabra cuanto en su vida
misma: presente en toda su divinidad, humanidad, cuerpo y sangre.
Hay que ver cómo le cambia
el rostro y el modo de ver la vida a quien se sabe querido, cuando está junto a
quienes le aman. Nosotros, en la Santa Misa estamos con quien sabemos nos amó
primero, nos ama más que cualquier ser en la tierra de todas las generaciones
consideradas, nos ama en todo momento, permitiendo con ello que incluso
sumergidos en la debilidad y el pecado podamos enmendar el rumbo y salir de las
aguas turbulentas. Y, todo esto ocurre porque en cada celebración se hace
propicia la gracia y se inclina el peso de la balanza a favor de quien con
sinceridad y pureza de intención se hace partícipe del mandato hecho por el
Señor durante la Última Cena: “¡Hagan
esto en mi memoria!” (Hoc facite in meam commemorationem) (San
Marcos XXII, 19).
La
expiación: Es una palabra inhabituada en nuestro lenguaje
frecuente. Cuando alguien sobrelleva el peso de la culpa de otro, asume las
consecuencias en primera persona, y sin dilación precipita el perdón, restable
la relación entre las personas, facilita el encuentro. Jesucristo por medio
del sacrificio hecho en el Calvario, y que se “revive” en cada Santa Misa, establece el puente necesario para que
cada bautizado pueda “ir a la Casa del
Padre”.
El pecado original
produjo un abismo de tanta profundidad entre la creatura y su creador que sólo
la obra de Jesús pudo saldar debida y definitivamente, haciendo que sea la sangre de Cristo
derramada en nuestros altares el precio pagado por nuestra Redención. Por esto, no hay obra más
importante ni actividad más urgente que precisemos que poder participar de la
Santa Misa. Una sola Misa encierra el poder de cambiar el cosmos.
Por esto, nunca
terminaremos de profundizar en la riqueza que entraña cada celebración para el
beneficio de nuestra alma en vistas a obtener la bienaventuranza eterna,
sabiendo que el mismo Cristo que un día predicó en tierra santa, el mismo
que comulgamos en cada Santa Misa, es el que en la hora actual “pone
la cara” expiativamente en el cielo por cada uno de nosotros, ante el Padre Eterno. Y, ante esto: ¿Cuál
es nuestra respuesta?
d).
La gratitud: Sabemos que “amor con amor se paga”. Un alma que ha unido sus manos para orar y
alabar a Dios, un corazón que percibe nítidamente la bondad del Señor en la
Cruz de ser el “aval” de nuestros
pecados, va a tender necesariamente a dar gracias a Dios por quién Dios es y
por lo que Dios ha hecho a lo largo de toda nuestra vida.
Es propio de quien se
sabe amado por Dios ser agradecido, lo cual nos lleva a ofrecer a Dios “a la medida de Dios” la mayor Acción de
Gracias que podemos tener, cual es Cristo en nuestros altares. Recordemos cómo
cambia un simple servicio que se agradece, por accesorio que parezca, cómo
somos capaces de sacar nuevas fuerzas cuando alguien reconoce y agradece lo que
hemos hecho. De modo semejante, la justicia de Dios se aplaca y su
misericordia se hace magnánima al momento de agradecer los bienes que sin
merito nuestro nos concede.
Abstenernos de
participar de la Santa Misa implica portarnos como hijos ingratos de Dios, que
no parece importarnos lo que ha hecho por cada uno nosotros. Hay un dejo de
desprecio a la bondad de Dios cuando los días domingo y fiestas de guardar
preferimos las miserias del mundo ante las grandezas de la misericordia divina.
Parroquia Puerto Claro Valparaíso, Chile |
Durante estos últimos
meses, diversos templos han sido quemados y han sufrido serios daños,
impidiendo la libertad de asistir al culto divino, y en ocasiones provocando el
acto sacrílego que la quema de sagrarios…pueden consumirse las estructuras, la
fe no se quema, porque arde fuera y dentro de cada templo.
El día de Corpus
Christi quemaron un Seminario diocesano, olvidan aquellos que si algo fortalece
la vida de la Iglesia a lo largo de la historia es la persecución donde la
sangre derramada es semilla de nuevos y mejores cristianos. Nos unimos espiritualmente
a las lágrimas de tantos fieles que han visto la destrucción de sus templos,
implorando que prontamente se restablezca el estado de derecho e impere en cada
ciudad, en cada hogar, en cada rincón de nuestra Patria. Todos sabemos
dónde han terminado las quemas de Iglesias en el mundo. Es un síntoma
gravísimo de lo que sobreviene si acaso no se enmienda el rumbo. ¡Cristo no
muere! ¡El Cuerpo de Cristo vive en nuestras calles y ciudades! ¡Cristo nos
espera cada día en su casa que es el hogar de nuestras almas, que nadie tiene
derecho a usurpar, quemar ni destruir! ¡Que viva Cristo Rey! Amen.
Padre Jaime Herrera González, Cura Párroco de
Nuestra Señora de las Mercedes de Puerto Claro
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