SEMANA V / TIEMPO ORDINARIO / CICLO B
/ MIÉRCOLES
La fe nos ha convocado a
este hermoso templo dedicado a Nuestra Señora de Valvanera, la cual como
sabemos remonta su devoción al Siglo XII cuando un malhechor conoció la oración
que su futura víctima elevaba a la Virgen y decidió modificar su vida, para lo
cual: rechazó la tentación, abandonó resueltamente el pecado, y aceptó a Jesucristo como el camino definitivo
de su vida. Desde ese momento su caminar tuvo sentido y su vida se abrió hacia la verdadera libertad.
En ese caminar la Virgen ocuparía
un lugar preeminente, pues, por
indicación de un Ángel, el hombre que deseaba cambiar de vida debía ir hacia
un viejo roble a cuyos pies encontró la hermosa imagen de
Nuestra Señora, lo cual llenó de alegría y fortaleció la fe -hasta entonces
debilitada- por una vida de pecado.
Todo esto aconteció por
el poder de intercesión que tiene la oración del creyente, la cual fue enseñada
por el mismo Señor cuando sus discípulos, al verlo reiteradamente orar en
silencio y a solas, le pidieron “enséñanos
a orar como Tú lo haces” (San Lucas XI, 1).
No se trataba sólo de
imitar un acto como lo hace un mimo, tampoco de reflejar una actitud como
cuando lo vemos en un espejo. En este caso se trataba de “hacer lo que hizo Jesús”, es decir, repetir lo que sus ojos
imploraban, lo que su mente discurría y lo que su corazón encerraba. Revestirse
de los mismos sentimientos del Corazón de Jesús, que tanto nos ha amado y que
tantas veces lo hemos postergado en nuestro tiempo y prioridades.
En efecto, en la infancia
de nuestro hermano muchas veces ha de haber rezado en el antiguo templo del
Colegio de los Sagrados Corazones en Valparaíso, cuya grandeza y belleza
sobrecogen e iluminan a las almas más empedernidas y fortalecen a las más
devotas. Ante la mirada de aquel niño y joven escolar destacaba la galería de
numerosos santos policromados que adornaban el retablo recordando que sus
imágenes estaban allí porque sólo alcanzaron la bienaventuranza eterna luego de
haber crecido en el espíritu de oración. Ningún Santo ha llegado al Cielo sin
haber tenido un acrecentado espíritu de oración. ¡El camino a la santidad pasa
necesariamente por la oración!
Así lo vivieron los
apóstoles de Jesús y las primeras comunidades de creyentes que permanecían
unidos en oración y por la oración, lo cual les confería nuevas fuerzas para enfrentar
el arduo desafío que implicaba el envío que Nuestro Señor les hizo: “Vayan al mundo entero enseñándoles a
obedecer todo lo que Yo les he mandado, bautizándolos en el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu Santo”.
Sin rezar no se llega a
ninguna parte buena…Así lo escribe San Alfonso María de Ligorio cuando sentencia: "el que reza se salva, el que no reza se condena”, por lo cual,
vemos que el espíritu de oración es como
un termómetro para nuestra vida
espiritual.
Mas, esa oración ha de
estar signada según las particulares vocaciones que el Señor nos haya dado, sea
por el camino de la consagración sacerdotal y religiosa, o en la consagración
por medio de la vida laical. En ambos casos, por la sola condición bautismal, estamos convocados a las cumbres de la
contemplación sin excepción.
Decía a sus feligreses un
sacerdote –mártir- mexicano mientras arreciaba una durísima persecución en 1927: “En este tiempo el cielo sale más barato”, de
algún modo, podemos ver que la oración
es como una “oferta” permanente para
todo aquel que anhela firmemente ser santo.
Esto último es lo que hoy
imploramos para el alma de nuestro hermano difunto por quien aplicamos esta
Santa Misa. Que pueda ser contado entre los bienaventurados, habiendo recibido
el premio por sus obras de mérito realizadas a lo largo de su vida y, que la Virgen y su Ángel custodio, habrán presentado ante su Hijo y Dios, de la
manera más oportuna y eficaz a favor de aquella misericordia que siempre puede más,
como también, habiendo experimentado el perdón concedido desde el Cielo, por medio de la confesión sacramental, de la
Santa Extremaunción, de las múltiples oraciones elevadas por su eterno descanso
y de tantos sacrificios hechos por el bien de su alma.
Sin duda el acto de rezar
es el más eficaz y el que más gusta a Dios
luego de la partida de nuestros seres queridos. A este respecto, San
Agustín de Hipona solía repetir: “Una
lagrima se evapora, una flor se marchita, pero la oración del creyente no se
seca ni marchita porque la recibe Dios mismo”.
Por tanto, valoremos la
oración de intercesión que como creyentes hacemos hoy por nuestro hermano
difunto en su primer aniversario, escuchando la doble promesa hecha por Jesús
en orden a orar confiadamente: “Todo lo
que pidan en mi nombre os será concedido” (San Juan XIV, 13) añadiendo
luego que: “donde dos a mas se reúnan en
mi nombre alii estaré Yo en medio suyo” (San Mateo XVIII, 20). ¡Esto es promesa del Cielo! Son las mismas
palabras del Señor quien no borra con el codo lo que promete: ¡Lo dijo, lo
hizo!
El Salmo que acabamos de
escuchar nos dice que “la salvación del
justo viene del Señor”. Quien se refugia en su poder, en su bondad, y en su
perdón obtiene sin duda misericordia. Por ello la oración que hacemos nace y se
nutre en el acto de abandonarse plenamente en los designios de Dios, que
siempre sabe más, perdona más y puede más. Esa confianza no es con “elástico”, sino que abarca todo lo que
somos y tenemos, no quedando realidad alguna en nuestra vida de la cual el
Señor no deje de dirigir cada uno de nuestros pasos.
Por tanto la oración
confiada exige que sea el primer acto de bien hecho hacia nuestros difuntos, no
como en ocasiones solemos escuchar “ahora
solo queda rezar”, “ya nada se puede hacer”. El acto de orar debe estar en
la vida de todo creyente: al inicio como fuerza creadora que es;
debe estar como impulso durante
todo nuestro peregrinar, y ha de estar al final como acto de gratitud y alabaza
por todo lo que el Señor nos ha dado y por quien Él es.
Por medio del Santo
Evangelio de este día el Señor nos pide tener un corazón limpio, en el
cual, aniden los buenos deseos e
intenciones, los altos propósitos de conversión sincera, como el anhelo de una
vida santa para nosotros y para los demás,
recordando que estamos llamados por el Señor a ser verdaderos apóstoles,
lo cual, sólo se puede hacer si acaso se
toma en serio el camino de la perfección,
toda vez que “el alma del
apostolado es el apostolado del alma” (Juan Bautista Chautard), una de cuyas
expresiones más preciadas por quienes han partido de este mundo y necesarias
para quienes aún peregrinas en él, es la de rezar por el eterno descanso de cada uno de nuestros fieles difuntos.
Imploremos a Nuestra
Señora de Valvarena que su manto proteja a nuestro hermano en este primer
aniversario, y pueda recibir la invitación del verdadero Buen Pastor que dijo: “Venid bendito de mi Padre al lugar
preparado para ti desde toda la Eternidad” (San Mateo XXV,
34). ¡Que Viva Cristo Rey!
No hay comentarios:
Publicar un comentario