DOMINGO VIGÉSIMO NOVENO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO “A”
1.
“Todo es nada fuera de mí. Yo soy el Señor Dios, no ningún otro”
(Isaías).
Ha
sido una semana especial para nuestra Iglesia en Chile. El rostro de diversos
sacerdotes ha salido profusamente en nuestros medios de comunicación, la
mayoría de las veces explicando situaciones complicadas. Sabido es que “el que se excusa sin que lo acusen de algo
se acusa”, a la vez que “el que explica
se complica”.
Es
preocupante ver que la vida de nuestra Iglesia sea presentada comúnmente por
los medios de comunicación en entrevistas, set de televisión, salas de
audiencia en tribunales e improvisadas conferencias de prensa en los accesos a ellos.
Si la vida de mi familia la viese de ordinario desfilar por los tribunales y set
de programas farandúlicos me preocuparía hondamente. Aún más, cuando en nombre
de una iglesia popular se asiste sin asco
a entrevistas que son financiadas por auspiciadores que terminan festinando de
las heridas internas de nuestra Iglesia.
Lejos
de ver a nuestros consagrados en templos, aulas, salas de clases, oficina
parroquial, confesionario, hospitales, se presenta una vida de Iglesia
fantasiosa, que aparenta ser lo que no es de verdad. ¡Tras el bosque hay
algo más que el permanente disenso! De esto saben perfectamente los que
dirigen los medios de comunicación.
¿Será
pedir mucho a los caudillos del
liberacionismo religioso en Chile que guarden un pudor mínimo para tratar
públicamente situaciones que requieren de maceración y tiempo? Una
de las primeras enseñanzas que mi padre me impartió sobre los autos es que el
motor debía mantenerse “a punto”, y
cuando este no estaba así el vehículo comenzaba a dar “tiritones”. Si eso
pasaba, era la hora de llevar el móvil al mecánico.
Existe
lo que llamamos el sentido de fe de la Iglesia creyente, por medio del cual el
Espíritu Santo concede a la sociedad, y a cada cristiano avanzar según en el
querer de la voluntad de Dios. Cuando no se participa de ese sentido de fe,
el fiel comienza como el auto que pierde el punto, a andar a tiritones, es
decir a regañadientes de lo que la
Iglesia vive, de lo que la Iglesia quiere, de lo que la Iglesia valora, de lo
que Iglesia inspira, de lo que la Iglesia ama.
Y,
todo ello no sólo ahora, sino siempre. ¡Nuestra Iglesia tiene dos mil años
de vida! ¡No fue fundada hace medio siglo! ¡Ni será refundada en el futuro!
Mas,
no sólo los autos pierden el punto, también la persona creyente, si acaso ésta no
deposita toda su confianza en Dios, terminará en algún momento de su vida,
perdiendo el Norte de su existencia. El problema se agudiza cuando se
participa de la misión profética, sacerdotal y real de la vida de Jesucristo,
por medio del sacramento del Orden y, a la vez, se tiene un camino autónomo: más temprano que
tarde se terminará dejando a uno de lado.
¡Ningún
ser humano puede caminar por dos veredas distintas a la vez! En un momento de
su vida deberá optar por uno, tal como
Jesús lo dijo: “No podéis servir a dos
señores”. A esto apunta la primera lectura de este día: “Todo es nada
fuera de mí. Yo soy el Señor Dios, no ningún otro” (Isaías
XVL, 1-6).
2.
“! El Señor Dios es rey!” (Salmo
XVIC, 10).
La
trasnochada teología de la liberación pretende hacer que la Iglesia termine
hipotecando el don más precioso que tiene en aras del altar de lo mundano, que
con sus tiempos, necesidades, obligaciones, exige las ofrendas de las almas que
a Dios le han costado la sangre derramada por su Hijo Unigénito. Quien
pretende caminar más rápido y más lento de lo que lo hace nuestra Iglesia en su
Magisterio perenne termina –irremediablemente- en otro camino.
Todo
esto en medio de la finalización de un importante Sínodo de los obispos en el
cual se trató del tema de la familia, convocado, presidido, clausurado, y
eventualmente ratificado por el actual Pontífice -el Papa Francisco- en un
documento posterior y definitivo.
Sínodo
proviene de una palabra griega que significa “caminar juntos”, y es uno de los medios establecido por el Código de
Derecho Canónico para ahondar la comunión. En efecto, señala que “es una asamblea de Obispos escogidos de las distintas
regiones del mundo, que se reúnen en ocasiones determinadas para fomentar la unión estrecha entre el
Romano Pontífice y los Obispos” (canon 342).
El marco evidentemente
disolvente de las declaraciones dadas en el pasado por algunos religiosos
constituye un lamentable espectáculo, pues se aleja de la invitación hecha por
Jesús al enviar a los Apóstoles al mundo entero: “ut sint unum” (San Juan XVII, 21).
Por cierto, que esa unidad, nacida del amor de Dios y del amor a Dios es la única que hace
creíble e identificable a nuestra Iglesia en el mundo actual, tal como lo fue,
según vemos en los santos evangelios, para los primeros conversos que vieron en
ese espíritu hecho vida, el camino
seguro para buscar, encontrar, y vivir
según el querer de Dios, que es lo que finalmente da sentido al ser Iglesia.
Durante varios años nos fuimos acostumbrando a
escuchar y ver en los medios de prensa a
reconocidos “religious stars”, que como habituales comentaristas pontificaban
sobre cualquier materia, llegando a afirmar su plena concordancia con
determinadas prácticas abortivas, aceptación de matrimonios de igual sexo,
incluida la adopción de menores, y la legitimidad de la práctica del
homosexualismo. Sin olvidar abusos litúrgicos que resultaban francamente
intolerables. Todo lo cual resultaba comprensiblemente escandaloso para los
fieles creyentes quienes posteriormente se veían interpelados por sus
familiares y cercanos sobre los comentarios de dichos eclesiásticos. ¿Es
sorprendente –entonces- pensar que el Magisterio de la Iglesia debería guardar
silencio ante las abusivas interpretaciones que durante mucho tiempo y de
muchas maneras se han sostenido?
Aquello que se opone a la ley
de Dios nunca será buena receta para los hombres. Por ello, toda esta farandulización
y relativización de las enseñanzas de la Iglesia Santa de la cual hemos
sido testigos esta semana, ha parecido
dejar en segundo plano la eventual riqueza que podemos encontrar en
algunos textos emanados del reciente Sínodo sobre la Familia, tan necesario
para reavivar aquella realidad por la cual “el futuro del mundo pasa” (Su Santidad, Juan Pablo II).
Las promesas de Jesús se cumplen siempre. Y, una
de ellas es que “el poder del mal nunca prevalecerá sobre la Iglesia”, lo
que no implica que no dejará de tener temporalmente tentaciones, traiciones,
persecuciones, e incomprensiones. La barca de la Iglesia se puede mover,
zarandear fuertemente, pero no va a zozobrar ni encallar porque tiene al mejor
en su timón: a Jesucristo. Por ello, Cristo lo dijo y lo hizo: ¡Non
prevalebunt!
Con denuedo vemos como se procura separar al
interior de la Iglesia la jerarquía y los fieles, hablando de una “iglesia
institucional” y de otra “iglesia popular”. Cristo, fundó una sola Iglesia:
que es Santa, Católica, Apostólica, y que tiene su Pontífice actual en
Roma, de la cual es cabeza visible de
Ella, por lo que quien desecha su Iglesia, terminará despreciando al mismo
Jesucristo. ¡No hay Iglesia sin Cristo; ni hay Cristo sin su Iglesia!
Como
en los primeros siglos, lo escribieron los mártires y de manera más cercana en
palabras de un dilecto hijo del Carmelo, sabemos que “donde no hay amor, colocando amor se saca amor”. Una vida ejemplar no puede escribirse
sin la fidelidad a la enseñanza de Jesús, ni menos reescribiendo
antojadizamente sus enseñanzas: los subrayados del Evangelio los hace el
Magisterio, asistido por el Espíritu Santo. Entonces, nada más
oportuno que recordar lo que nos ha
dicho San Pablo en la Segunda Lectura: “Sabéis
cómo nos portamos entre vosotros en atención a vosotros” (1
Tesalonicenses I, 5). ¡El
amor a los fieles, es fiel! Esta confianza en Cristo y su
Iglesia Santa son indisociables, y constituye el camino para la creación de una nueva y
verdadera fraternidad entre los hijos de Dios. Así, la familia puede encontrar
en la fe su más poderosa fuerza y clara luz para enfrentar los desafíos de la
vida presente y ser desde el Evangelio de la familia, una familia del
Evangelio.
3.
“Lo
del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios”.
(San Mateo XXII, 15-21).
La pregunta hecha a Jesús es capciosa, porque entraña
un sentido de fondo engañoso. Se quiere hacer una “pillería” al Señor,
toda vez que, luego de escuchar tres parábolas contundentes, dirigidas hacia los
escribas y fariseos, y de los “ayes” (¡ay de vosotros fariseos
hipócritas!) que hemos escuchado en la liturgia de la palabra semanal. Ahora,
sin rodeo viene el enfrentamiento cara a cara.
El tema de los impuestos ha
sido, es y será motivo de humana controversia. Si la respuesta que daba Jesús
era positiva, se molestaban los judíos y
se alegraban los romanos. Si, por el contrario, respondía negativamente se molestaban los
romanos y se alegraban los judíos. Ambas afirmaciones colocadas a nivel humano
tendrían igual respuesta de rechazo y condenación, fuese de unos u otros.
Sabemos que para los judíos ortodoxos era
insoportable ver la efigie del emperador
Tiberio impresa en una moneda con una inscripción que hablaba de divinidad:
“divus et pontifex maximus”. Era pagar un impuesto abusivo, a invasores, y
que contenía una blasfemia.
Con gran sabiduría Jesús se instala en una
perspectiva diferente. No se abstrae de la realidad de la pregunta sino que le
da un nuevo sentido que será definitivo, puesto que mirando desde Dios
cualquier realidad del hombre se encauza, toma su debido rumbo, y la vida sí tiene
sentido. ¡Con Cristo todo vale la pena!
Por esto, “al
César lo que es del César” implica que tributar no es pecado, sino que
puede constituir una valiosa expresión de compromiso con el desarrollo de la
sociedad, manifestando: preocupación, compromiso, presencia y sano interés. Con
ello, no se mezcla con la contingencia partidista, que era lo que le
trataban de hacer caer con la pregunta suspicaz, a la vez que invita, de
inmediato a “dar a Dios lo que es de
Dios”.
Esto último va en contra de la
ideología secularista, que desde hace tres siglos y medio trata de separar el
ámbito religioso y espiritual, de la civilidad y la sociedad, intentando
acorralar el evangelio en las cuatro paredes de los templos, incapacitando a la religión de ser fecunda y
activa en la vida cotidiana. La Iglesia no buscó la separación Iglesia y
Estado, fue más bien un abandono unilateral, que en ocasiones por feliz
inconsecuencia no ha oprimido la fe, aunque en otras haya habido una
persecución tan vergonzosa como dolorosa.
Pidamos a Dios por medio de una plegaria: Haznos
comprender, Padre Nuestro, que la única efigie que puede estar grabada en
nuestro corazón es tu imagen, Dios de bondad y misericordia. No dejes que en
nuestro corazón pueda reinar alguien distinto a Ti, Señor. Esta es nuestra
felicidad: Tú ere nuestro Rey, nuestras vidas te pertenecen y llevan grabada tu
imagen desde que en aquel primer ser humano creado soplaste tu aliento de vida.
Abre nuestros ojos, como los de aquellos peregrinos que al estar contigo
sintieron vida verdadera en sus almas. Amén.
PADRE
JAIME HERRERA GONZÁLEZ.
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