1. “Tú
eres la gloria de Jerusalén, tú el gran orgullo de Israel, tú insigne honor de
nuestra raza” (Judit XV)
Las
palabras que acabamos de escuchar están tomadas del cántico de Judit. Aunque la
cultura semita era mezquina en dar reconocimiento a la mujer, en este caso, no
se ahorra detalle alguno en denominar a una de ellas –Judit- con adjetivos
positivos: eres la gloria, el gran orgullo, y el insigne honor. Todo lo cual, ya en la plenitud
de los tiempos, es aplicable a aquel ícono del amor de Dios, resumen de la
gracia en plenitud como fue toda la vida de la Virgen Santísima.
En efecto,
la grandeza de la Virgen se fundamenta en su relación con Dios, quien la
escogió para ser la Madre de Jesucristo, quien desde el instante de la
encarnación es, a la vez, perfecto Dios y hombre, por lo que sí, de María
Santísima se afirma su maternidad, sólo se puede entender ésta de manera plena,
es decir: ¡es Madre de Jesús… es Madre de Dios!
En vistas a
esa realidad, Dios revistió de toda gracia a quien sería reconocida como la
Madre de Jesús por todas las generaciones. Ninguna creatura es comparable en su
grandeza moral y espiritual con lo que Dios hizo en el corazón la Virgen María,
por lo que todo lo que Ella hizo en su
vida fue: perfecto, sublime e incomparable, erigiéndose como faro que ilumina, puerto que cobija, y ancla
que apoya.
Si los
israelitas reconocieron las virtudes de aquella gran mujer como fue Judit, los
Apóstoles y la Iglesia a lo largo de dos mil años han visto en la figura de la
Madre de Dios, no sólo un ejemplo a imitar sino una fuente donde poder sacar la
savia necesaria para ser fieles a la voluntad de Dios.
Los reconocimientos
prodigados a María deben transformarse en compromisos de conversión permanente
a Dios. Como toda madre, la Virgen desea que las palabras de cariño que le
decimos sean el engaste de un estilo de vida coherente con el proyecto que Dios
tiene para cada uno.
Mas, lo que
cada uno vive, también ha de realizarse en
nuestra sociedad: local, como es el municipio; nacional, como es la
Patria. Por esto, nuestra oración en este día sube hacia el cielo de manos de
la Virgen Santísima, que está presente desde el Siglo XVI en nuestra ciudad,
acompañándola en todas sus vicisitudes: en épocas de paz y conflicto, de
esplendor y miseria, de virtud y pecado.
2. “Esta es la libertad que nos ha dado Cristo.
Manténganse firmes para no caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud” (Gálatas
V, 1).
El
tema de la libertad cruza el interés de muchas personas. De múltiples maneras
la búsqueda por alcanzar la libertad es un imperativo por el cual se hacen
múltiples esfuerzos. Las esclavitudes contemporáneas tienen diversos rostros.
En ocasiones pasan ocultos, no los vemos. La inmediatez, el exitismo y el
individualismo no hacen posible darse cuenta de quienes quedan al margen y
relegados, del progreso, de la paz y de la felicidad.
Nuestra
libertad consiste en cumplir la voluntad de Dios. En la medida que Él realmente
ocupe el lugar que le corresponda en nuestras intenciones y acciones, tendremos
la certeza de estar actuando libremente. El que cumple los mandamientos es más
libre, porque es capaz de descubrir que todo lo que realiza lo hace desde el
amor a Dios y está encaminado en el amor de Dios. De modo como una baranda
parece estar de más para quien es riguroso
en la conducción, el creyente descubre que las normas, los mandamientos,
las exigencias, y las obligaciones ayudan como señales para el mejor obrar,
pero en modo alguno son la causa de la libertad del hombre. El cumplir por
cumplir es infructuoso y sinsentido, sólo cumplir por amor es santificante y
fecundo.
En
ocasiones, nos parece imaginar que lo
que uno hace por propia iniciativa es sinónimo de ser libre, que lo que
realizamos porque tenemos ganas es sinónimo que somos libres. La libertad para
el creyente se ubica sobre los vaivenes de las modas, de los gustos y de los temperamentos.
No es lo mismo decir: “me nace hacer esto”, que “debe hacer esto”, porque
tan esclavizaste resulta hacer las cosas
solamente porque me lo mandan que hacerla porque tengo ganas. Ni los deseos ni
lo exigido me garantizan ser plenamente libres.
Nuestra
libertad nace de Dios. ¡Es Él nuestra libertad! Nuestra vida interior se
enriquece amando a Dios y a su Iglesia, por lo que la vida cristiana siendo un plus para la vida humana, la hace tanto
más humana cuanto más unida esta de Dios. ¡No hay libertad al margen del amor
de Dios! Por esto, señalaba el recordado
Pontífice Benedicto XVI: “Dios no quita
nada, lo entrega todo”, “no es rival de nuestra libertad sino su primer
garante”.
La
tentación del católico liberal y mundanizado es pensar que el creer y tener
convicciones nacidas de la fe hacen al hombre servil, y con ello un ser que no actúa
libremente. Por el contrario, la vida de los santos, y de modo especial la de nuestra
Madre Santísima nos señala que el camino para la más perfecta realización como
persona solo pudo ser posible gracias a la intensa vida que como creyentes
profesaron y vivieron. El imperativo de Jesucristo fue su libertad. ¡En Cristo
se es libre de verdad!
Esto
lo comprendieron los primeros cristianos. Y, al momento de fundar ciudades
siempre fue al alero de un templo, de un convento, de la imagen patronal de un
santo. Tras lo cual hubo un estilo de vida marcado por las escrituras y las
enseñanzas de la Iglesia, las cuales a pesar de la debilidad de los hombres, en
ocasiones más evidentes y manifiestas, finalmente imperaba una cultura católica.
En
ella el cultivo de la virtud, de la vida religiosa, de la propagación por contagio virtuoso llevaba a imitar lo
conocido. En la actualidad nos enfrentamos a una cultura pagana, es decir, que ha hecho los mayores esfuerzos por desprenderse
de su origen confesional. Ha elevado una sociedad
de suciedad, incentivando que el hombre permanezca esclavo de sus intereses
y vicios. La corrupción es evidente, porque un mundo que se hace sin Dios es necesariamente
inhumano. Tres días atrás, el actual Romano Pontífice señalaba las
consecuencias de lo que la implementación de una ideología intrínsecamente
perversa ocasionó en una antigua Nación cristiana durante siete décadas: “Un sistema que negaba a Dios e impedía la libertad religiosa. Los
que tenían miedo a la verdad y a la libertad hacían todo lo posible para
desterrar a Dios del corazón del hombre y excluir a Cristo y a la Iglesia de la
historia de su País, si bien había sido uno de los primeros en recibir la luz
del Evangelio”. (Papa Francisco, Plaza de
Teresa de Calcuta, Albania, 21 de Septiembre del 2014).
Más,
ningún análisis por catastrófico que resulte nos puede hacer olvidar por un
instante que Dios ha vencido el poder del maligno, y que con su poder vendrá triunfante
al final de los tiempos, en la Parusía, a dar a cada uno lo que merezcan sus actos más
que sus deseos. Recordemos que: ¡El infierno está plagado de buenas
intenciones!
Cada
acción del hombre y de la sociedad será juzgada por Dios. Su mirada es justa y
misericordiosa a la vez. Aun las palabras no dichas, pero pronunciadas en el
silencio de la conciencia, el Señor las ha escuchado
y recordará en ese instante.
¡Dios
nos ve! Saber esto, ¿Nos lleva a confiar en su bondad? o más bien nos conduce ¿a
temer por su justicia? ¿Tenemos un alma que vive en libertad? o ¿poseemos un
alma que vive acorralada por vicios, temores y rencores no resueltos?
La
venida de Jesucristo es de acuerdo a nuestro tiempo, inminente. Por esto hay que estar siempre
preparados y no “dormirse en los laureles”
de los bienes hechos del pasado. Un solo pecado grave consentido puede hacernos
perder todos los méritos obtenidos en la vida pasada.
3.
“Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y
desde aquella hora, el discípulo la recibió como suya” (San Juan XIX, 27).
“Testamento” viene del
latín: testatio mentis, es decir: “un
testimonio de la mente”. Los testamentos son sagrados. La última voluntad manifestada
por una persona, desde épocas pretéritas,
ha sido tenida como una realidad totalmente vinculante. El último deseo generalmente
está revestido de gratitud, de confianza y serenidad. Nuestro Señor, perfecto
Dios y hombre, al momento de estar pendiente
en la cruz no tuvo atisbo alguno de desesperación, sino que evidenció una
serenidad humana y divina que le llevó a proferir las consabidas siete
palabras, dos de las cuales hemos escuchado en el Santo Evangelio de este día: “Mujer ahí está tu hijo”, “Hijo ahí está tu
madre”.
No nos dejó algo, sino a alguien. La actitud de Juan Apóstol
quien estaba de pie junto a la cruz, representaba a la humanidad completa
llamada a recibir a la Virgen María “en
su casa”, es decir: en la familia, en el matrimonio, en la comunidad, en la
Patria. Ningún lugar donde un cristiano esté como tal, puede vedar el paso de la mirada de nuestra
Madre Santísima. Su dulce rostro detiene su mirada en nuestro mundo actual:
a).
Ella mira nuestra familia: La vida se gesta, crece, se
robustece y envejece en la familia. El futuro de la sociedad sólo puede pasar
por la familia. De lo que es la familia hoy, será la sociedad de mañana. ¡Quien
más que la Virgen es capaz de ver el mundo desde un hogar, tal como lo hizo
Ella aquella noche bendita de Belén, o durante tres décadas en Nazaret?
b).
Ella mira nuestra educación: La educación es la
participación de la actitud de un
Dios que se ha rebelado en Jesús quien fue reconocido como Aquel enseñaba con
autoridad. Esa autoridad no era imposición sino proposición de una verdad
imposible de no seguir. El hombre que escuchaba a Cristo, era el mismo que miraba
cómo actuaba. Allí estaba su fortaleza, por lo que el educador no es un bicéfalo que puede actuar como tal
cuando marca tarjeta de ingreso y deja de serlo, cuando está fuera de su colegio. No es
funcionario ni simple profesional. Educar es más que una profesión.
c).
Ella mira nuestro trabajo: Sabido es que el hombre necesita
trabajar para sentirse capaz. Que el trabajo es un camino de realización humano
que va más allá de una remuneración. Toda persona debe tener un trabajo digno y
estable. Por estas razones, una vez más, colocamos en las manos de la Virgen de
Puerto Claro el presente y futuro de nuestra comunidad, sabedores que “jamás
se ha oído decir que ninguno de los que
han acudido a vuestra protección,
implorando vuestra asistencia y reclamando
vuestro socorro, haya sido desamparado” (San Bernardo de Claraval).
vuestro socorro, haya sido desamparado” (San Bernardo de Claraval).
CURA PÁRROCO, JAIME HERRERA GONZÁLEZ.
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