“ LA ALEGRÍA DE COMPARTIR A JESÚS
EN LA SANTA MISA”.
1.
“¡Qué alegría cuando me dijeron vamos a
la casa del Señor”.
Con
las palabras de este Salmo CXXII, el autor del Antiguo Testamento describe el
himno de subida de los peregrinos que llegaban la ciudad de Jerusalén, una vez
que ésta ya había sido reconstruida. El mirar a la distancia el templo
imploraban para él toda clase de bendiciones.
Para
nosotros, los creyentes el centro
neurálgico de este lugar es el sagrario, donde realmente vive Dios. Por eso
decimos: ¡Vamos a la Casa del Señor! Y,
si en una casa vive la familia, en el templo vive la Iglesia, constituida por
los bautizados. Entonces, la nueva Jerusalén
es la Iglesia, de la cual, las piedras vivas de su edificación somos
cada uno de los creyentes. Estamos en la casa del Señor porque somos miembros
de la única Iglesia en la cual subsiste la plenitud de la revelación y la
verdad, que es Jesucristo.
El
templo es expresión de nuestra Iglesia, pero cada uno de los bautizados no sólo
es signo que anuncia sino realidad que vive el ser familia de Dios. Somos hermanos
en Jesucristo y hermanos de Jesucristo. Toda esta realidad manifiesta el
misterio insondable que hoy celebramos, en el cual cada uno de ustedes recibirá
por primera vez la hostia consagrada, que es Jesús. No es un símbolo, no es una
representación, es el mismo Cristo quién estará en nuestro altar y vendrá a
nuestra vida en este día.
En
efecto, en la Última Cena, Jesucristo poco antes de ir a la Cruz para morir por
todos nosotros, se reunió con sus Apóstoles y les dijo: “tomen y coman esto es mi cuerpo” y añadió: “Tomen y beban esta es la sangre de la mueva alianza que es derramada
por muchos”. Sentenciando finalmente un mandato: ¡Haced esto en mi memoria”.
Se
hizo necesario que Jesús se quedara en medio de los suyos para poder enfrentar
el misterio de la Pasión: todos los milagros anteriores constituyeron el
engaste necesario para la gema central que sería su presencia real y
substancial en la Santa Misa, y que luego permanece para ser adorado en el
Sagrario como luz que asegura, y
recibido como alimento que fortalece al
enfermo en la extremaunción.
En
este templo todo nos habla de Dios: Como dos manos unidas su carácter ojival
parece querer tomar el cielo por medio de nuestra oración; sus ventanales nos
enseñan visiblemente la vida de los santos;
su retablo cobija la imagen patronal de la Santísima Virgen del Carmen,
del Sagrado Corazón, del Niño Jesús de Praga, y de los santos de la Orden
Carmelitana.
Y,
de manera muy especial, un grupo numeroso de niños, renovando su condición
bautismal se acercará lleno de fe a recibir por primera vez, y con el fervor como si fuera la única y última vez en su
vida, para estar con Jesús y “tener vida
en abundancia” y poder ser los apóstoles de la Nueva Evangelización.
2.
¿Cómo puede evangelizar un niño hoy?
El
mejor evangelizador de un niño es otro niño. Por eso Dios, con el fin de atraer
a los más pequeños para sí, se hizo presente en el mundo por medio de la figura
de un recién nacido. El anuncio fue claro. En esto conocerán que soy yo: “verán a un recién nacido envuelto en pañales”.
A la vez que si descubrimos que Dios así se presentó para ser conocido, los
primeros en hacerlo de manera pública fueron los niños en la ciudad de Jerusalén, en la cosmopolita capital fueron sus más
pequeños habitantes, no los escribas, rabinos ni fariseos expertos en la Torah.
Y
esto, ¿por qué? Porque el corazón de los niños tiene una predisposición como natural para recibir el misterio y
la verdad: porque mi padre lo dijo, porque Dios lo dice; un niño no busca
segundas intenciones ni se detiene en eventuales rencores. Un niño se puede
enojar pero al día siguiente estará jugando con el mismo con el que el día
anterior se trenzaba a palos; en los
mayores no acontece así: es tardo y mezquino para perdonar, por eso se le hace cuesta arriba el acto de creer.
Decir
“yo creo” implica, a la vez decir: “yo amo, yo perdono, yo respondo, yo mejoro,
yo colaboro, yo participo”. Por lo
que, desde este día decisivo de la Primera Comunión, tienen muchos medios para
dar a conocer a Jesús desde Jesús. Quien habla con el Señor, puede hablar del
Señor; quien ha encontrado al Señor puede ayudar a otros a buscar al Señor.
Es
urgente, en los días que vivimos, que cada católico asuma un papel protagónico
en dar a conocer a Jesús. También, los niños, evitando tener una actitud de
espectadores, puesto que, una vez que se
ha recibido a Jesús en la Primera Comunión, sólo se le puede querer en primera
persona, asumiendo luego que el alma del apostolado es el apostolado del alma.
a). Por medio de la alegría.
Recordemos
que el primer anuncio de la Natividad y de la Resurrección fue a estar alegres.
Y, la causa de la verdadera alegría es porque: el Señor está cerca, ha venido a
nosotros, se ha quedado con nosotros, en la Santa Misa, y volverá en la
Parusía, para –luego- estar con Él para siempre.
Uno
de los primeros escritos cristianos dice que “una persona alegre obra el bien, gusta de las cosas buenas y agrada a
Dios, en cambio el triste siempre obra el mal” (Pastor de Hermas, Mandamientos X,1). Nuestro gozo definitivo nos lo da Dios.
Esa
alegría se caracteriza por nacer de un mutuo compartir, porque el Padre
compartió su vida plena al darnos a su propio Hijo; en tanto que una vez que
hemos recibido a Jesús se lo entregamos como oblación en la celebración de cada
Eucaristía.
Además,
la alegría del creyente se mantiene aún en medio de toda adversidad, según
descubrimos en la vida de los santos, como es el caso de San Alberto Hurtado,
quien en todo momento no dejó de exclamar: “Contento,
Señor, contento”. Recuerden niños: ¡la alegría es el amor compartido” por
lo que “mientras más se ama, más alegre
se estará” (Santo Tomás de
Aquino).
b). Por medio de la piedad.
El don de
piedad nos orienta permanentemente para dirigir todo hacia Dios. Todo el
universo, todas las creaturas, cada persona, por la piedad encauza todo como en un embudo hacia Dios.
Nada se pierde, nada se desparrama: todo llega a Dios por el don de piedad. Los
niños tienen una connaturalidad con
las cosas que se refieren al Señor, no viéndolo con lo hace la enfermedad del
liberalismo que suele separar el ser persona y el ser cristiano. Si se es
católico, se ha de serlo en todo; si se es de Cristo, ha de serlo siempre.
Los niños
saben perfectamente que “una vez bautizado, siempre bautizado”; que ser
creyente implica serlo en la totalidad de su existencia, por ello con orgullo
luce visiblemente un crucifijo, un rosario, o una medalla de la Virgen, sabiendo que le recuerdan la bondad de un Dios
que le ama entrañablemente. Por esto, nunca olviden que el don de piedad les permite tener “memoria del Creador” (Santa Terea
de Ávila, Libro Vida IX, 5) en todo y
sobre todo.
c). Por medio de la pureza.
Jesús
nos dice: “Bienaventurados los limpios de
corazón porque ellos verán a Dios”. La pureza está vitalmente unida a la
caridad, por ello es que no hay amor sin pureza ni pureza sin amor. Sean
perseverantes al don de Dios por medio del cual descubren que la misericordia
del Señor es ilimitada. Por medio de la palabra, de la mirada, de la
vestimenta, de las acciones, se ha de notar vuestra pureza del corazón, la cual
resulta tan atrayente como necesaria para
la cultura en que estamos inmersos. Con la certeza de tener a Jesús en vuestro
corazón, cada vez que comulguen tendrán
la fuerza y luz para cumplir el programa
que Dios ha trazado desde que pensó en ustedes y los creó.
d). Por medio de la obediencia.
Este
día de la Primera Comunión es una jornada de felicidad y compromiso, todo lo
cual necesariamente pasa por el camino del crecimiento en las virtudes. Hoy por
hoy, lo que podemos aprender en un colegio y en los estudios superiores no
difiere demasiado de un lugar a otro. Donde se zanja la diferencia, es en la
calidad de las personas, es decir, en
las virtudes que se han anclado a lo
largo de todo vuestro proceso formativo. En la infancia de Jesús, leemos que vivió “obedeciendo en todo a su padre y a su
madre”. Él, que todo lo podía; Él que todo lo sabía; Él que todo lo tenía,
quiso quedar sujeto por la virtud de la obediencia en todo a sus padres,
entonces, si acaso queremos imitar a Jesús y seguir fielmente sus pasos, ¿Por
qué actuaremos de manera distinta al no ser obedientes con nuestros padres?
Hermosamente decía el Papa Juan Pablo II que los padres son “intérpretes del amor de Dios”, a
quienes debemos no sólo querer sino –también- obedecer prontamente, tal como nos
lo enseñó el Apóstol San Pablo al decir: “Hijos,
sean obedientes a sus padres en
unión con el Señor” (Efesios
VI, 1).
e). Por medio del sacrificio.
El
sacrificio del cristiano es “vivo, santo
y agradable” (Romanos
XII, 1-2). Que sea vivo implica que es constante,
consiente y voluntario; que sea santo
exige estar dedicado en exclusivo para Dios, y que Dios sea lo principal en
nuestra vida; y que sea agradable,
dice relación más que con hacer tal sacrificio,
ser uno mismo –en Cristo- el sacrificio, evitando ofrecer a Dios aquello
que se hace por simple compromiso, por sola obligación, o por querer sobresalir. Ya, San Pablo enseña el
valor del sacrificio hecho para “completar
los padecimientos de Cristo en la cruz, para bien de su cuerpo que es la
Iglesia” (Colosenses I,
24).
Queridos
niños: La palabra que más se repite en las oraciones del Misal Romano es la de
sacrificio. No podría ser de otra manera, pues la Misa es la renovación de lo
que Cristo hizo en el Calvario. ¡Todo aquí nos habla de un sacrificio! Por
esto, el espíritu de sacrificio en nuestra vida es en sí, parte y medio, de fecundo apostolado, el cual podemos hacerlo
por siete razones:
Primero:
Porque el sacrificio
nos ayuda a crecer en humildad: El privarnos voluntariamente de
algo por amor a Dios nos recuerda lo pequeños que somos en el contexto de lo
que es el universo. Asumir nuestra indigencia nos ayuda a crecer en humildad,
que es el primer peldaño del resto de las virtudes.
Segundo: Porque el sacrificio es un
entrenamiento para vencer la tentación: Cada
partido de rugby, fútbol o voleibol que jugamos contra un equipo que
consideramos superior, si lo ganamos tiene un sabor distinto a cualquier otra
victoria. Cada batalla que vencemos nos
hace más fuertes para el próximo combate. Por esto, sacrificarnos en algo cada día nos fortalece
para ser fuertes en la vida.
Tercero: Porque el sacrificio nos hace más espirituales: Ya que nos
ayuda a vivir según el espíritu de Dios y no según la carne, como enseña el
Evangelio (Romanos VIII). Siempre recordemos: ¡uno vale, lo que tiene nuestro
corazón, no lo que contiene nuestro bolsillo!
Cuarto: Porque
el sacrificio implica una conversión a Dios. Pero, también es cierto que ofrecer pequeñas
renuncias por nuestros pecados nos purifica. Todo lo que implica sacrificio lo
valoramos más, y Dios no dejará de premiar al que lo hace por amor a Él y su
Iglesia.
Quinto: Porque el sacrificio nos asemeja a los que
sufren: Si hemos estado enfermos, entendemos mejor al amigo que padece; si
hemos tenido hambre, valoramos mejor lo que es tener alimento diariamente.
Sufrir solitariamente tiene valor, pero hacerlo
con otros es algo que sólo Dios sabe valorar.
Sexto: Porque
todo sacrificio ofrecido a Dios
constituye un tesoro en el cielo. La
renuncia a cualquier cosa agradable en la vida presente tendrá una recompensa
eterna. Si damos el uno por ciento de nuestro tiempo por amor a Dios, tendremos
la Vida Eterna.
Séptimo: Porque
cada sacrificio asumido es ocasión
para unirse a la Pasión de Cristo: Padecer con Jesús es un camino de santificación. Imitar a
Cristo, parecerse a Él también en el sacrificio que ha padecido por la salvación del mundo, es
una actitud cristiana fundamental e irrenunciable, que a partir de hoy
viviremos en cada Santa Misa. Amén.
Capellán Pbro. Jaime Herrera González, Saint Peter’s School / Viña del
Mar.
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