DOMINGO VIGÉSIMO SEXTO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO
“ A”
1.
“Ha
abierto los ojos y se ha apartado de todos los crímenes que había cometido;
vivirá sin duda, no morirá”
(Ezequiel, XVIII, 28).
En
una ocasión dijo un sacerdote español, en su estilo directo y pamplonés: “La Iglesia es un desfile de cojos”,
añadiendo que “avanzamos pero
rengueando”. No imaginé que lo que hace tres décadas decía un Doctor en
Teología, de la antaño prestigiosa Universidad Gregoriana de Roma, lo
experimentase en primera persona de manera tan plástica.
La
cojera, al igual que tantas otras dificultades físicas, entraña múltiples
frases del consabido refranero popular, de las cuales en dos nos vamos a
detener inicialmente: “No hay cojo bueno”
y “Todo cojo le echa la culpa al
empedrado”.
La
primera es clara: Se cojea porque se está enfermo. La cojera es una
consecuencia de algo mayor, es un síntoma visible que evidencia una dolencia no
necesariamente perceptible de manera exterior. Personalmente, tres personas me
han llamado “incapacitado”. La
primera que lo hizo fue un carabinero porque ocupaba un estacionamiento para
“minusválidos”, pero él lo hizo algo más claro: “Este espacio es para ustedes los incapacitados”. La primera
reacción fue como de molestia. No es una
palabra que entrañe afecto, preocupación, atención, y en ocasiones tiene un
resabio peyorativo y algo excluyente.
Pero
aquel servidor público tenía razón en lo que decía. Aunque físicamente no
estamos para correr la Maratón, hay cosas que queriendo hacer nos vemos
impedidos: hay un límite evidente que nos coloca freno para desplazarnos con
total autonomía y deseada diligencia, por eso caminamos –al decir de un buen
amigo ya fallecido- “despacito por las
piedras”.
Esto
me hace recordar lo que nos enseña la primera lectura de este día, y el santo
evangelio: nos hablan de aquella condición pecadora del hombre que ha sido
vencida por la misericordia de Dios desde la muerte y resurrección del Señor
Jesús.
De
buenas a primera, no suele ser fácilmente recibida la denominación de
pecadores. Si una persona nos dice: ¡tú eres un pecador! Y, además le añade un
adjetivo calificativo como empedernido y contumaz, uno puede molestarse. Pero,
en el fondo ¿No es verdad acaso que somos pecadores?
Por
cierto, creemos en el dogma del pecado original, según el cual sabemos que toda
persona que viene a este mundo nace con la consecuencia de la falta cometida
por Adán y Eva en el Paraíso terrenal, lo que hace que nuestra naturaleza esté
debilitada e inclinada al pecado. Esta verdad revelada y explicitada por la
Iglesia, nos lleva a entender que la Iglesia nuestra es santa, por su fundador
por sus sacramentos, por su oración, por sus medios y fines, a la vez está
constituida por nosotros miembros pecadores llamados, por el camino del
arrepentimiento, a la conversión y a la vida nueva por medio de la gracia
santificante. El profeta Ezequiel lo dice claramente respecto de aquel hombre
pecador quien “Ha abierto los ojos y se
ha apartado de todos los crímenes que había cometido”, por lo cual “vivirá, sin duda, no morirá”
(XVIII, 28).
No
sólo no debemos avergonzarnos de ser llamados “pecadores”, ni ha de
sorprendernos que al interior de la Iglesia, quienes estamos bautizados, a causa
del pecado en primera persona, no
estemos a la altura de nuestra condición de hijos de Dios y de la Iglesia
Santa. “! Cojeamos!” como Iglesia, es verdad, lo experimentamos y sabemos
perfectamente.
Pero,
hay una diferencia, que es esencial con relación a los que carecen de la fe, y
miran desde la galería de los medios
de comunicación la vida de la Iglesia actual. Nosotros sabemos de nuestra cojera, pero avanzamos porque la promesa
de Dios de una Vida Eterna hace que tengamos renovadas fuerzas, a la vez que
nos ofrece los sacramentos como “bastones”(Santa
Eucaristía) , “sillas de rueda”
(extremaunción), “alas” (confirmación) , “barandas” (matrimonio y sacerdocio) para que sigamos adelante en
nuestro caminar. El católico puede cojear
pero sigue en su caminar; puede
pecar, pero, arrepentido vuelve al camino cuantas veces sea necesario, porque
tiene la certeza que el amor puede más que su pecado.
¡Bendita
cojera que nos recuerda la bondad de
Dios! ¡Bendita falta que nos lleva a experimenta una vez más la caricia del
perdón de Dios por medio de la confesión sacramental! ¿No dice nuestra liturgia
pascual: Oh feliz culpa que mereció tan gran Redentor? Entonces, cuando
escuchemos ese refrán “no hay cojo
bueno”, hemos de reconocer que es verdad, porque si no estuviera así, sería
un hombre sano, pero si su cojera evidencia su debilidad, también, manifiesta
su fortaleza, tal como señala San Pablo: “Solo
cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios XII, 10). En otras palabras: ¡Me complazco en mi
debilidad!
La
Iglesia no es un desfile de santos y perfectos, sino que es un desfile de
quienes están llamados a ser santos y perfectos. Por esto, con el Salmista proclamamos: “Bueno y recto es el Señor; por eso muestra
a los pecadores el camino; conduce en la justicia
a los humildes, y a los pobres enseña su sendero”
(Salmo XXV, 8-9).
2.
“Os digo que los publicanos y mujeres de mal
vida llegan antes que vosotros al Reino de Dios”
(San Mateo XXI, 28-32).
El
segundo refrán que hemos citado es sabido: “el
cojo le echa la culpa al empedrado”. Es curiosa la tentación de culpar a
todo lo que está a nuestro alrededor cuando estamos debilitados en el caminar. La
más insignificante piedra es objeto de los más enconados epítetos, contra el
responsable de su mantención, por lo que cualquier elemento será causa de
nuestra excusa de cojear. Con ello, nuestras eventuales caídas y tropezones no son a causa de nuestra debilidad sino de
elementos ajenos, por lo que no es nuestra culpa ni responsabilidad el
trastabillar sino que la culpa la tiene la vereda, la calle y cualquier cosa
que no seamos nosotros.
También,
en la actualidad se culpa a los medios, a la sociedad, al ambiente, de nuestros
pecados. La tentación reinante en los últimos siglos bajo el naturalismo hace que el católico no reconozca su condición
pecadora, por lo cual haga recaer toda culpabilidad en las cosas. No nos
engañemos, la herejía naturalista no
es una tentación poco extendida, sino por el contrario, está presente en muchos ambientes
confesionales y pastoralmente de primera línea.
El naturalismo, como el agua, busca los
recovecos más imposibles para corroer la fe al interior de nuestra Iglesia,
pretendiendo hacer ineficaz e innecesaria la redención, al Redentor y los
redimidos. Entonces, ¿qué sentido tiene ser perdonados si acaso nunca somos
culpables ni por lo tanto sujetos de mérito posible? ¿Para qué acudir a
confesarnos si la culpa radica en la sociedad que vivimos? ¿Para qué perdonar y
pedir perdón de lo que nunca somos responsables? ¿Para qué servir a una
sociedad que es la causa de los males del mundo?
Decir:
“El cojo le echa la culpa al empedrado”
nos hace tomar conciencia que el mal debe ser desterrado primero del corazón
del hombre. Allí radican los anhelos, deseos, iras y perdones, por esto, sólo la gracia dada por Jesucristo -por medio
de su Iglesia- es capaz de transformar nuestra vida entera. ¡Él es el único
capaz de hacer que nuestra vida cambie de verdad!
Por
esto, en el Evangelio leemos la respuesta que da a los “príncipes de los
sacerdotes” hebreos, y los dirigentes religiosos israelitas, con los cuales “estaba hablando” (del hebreo: jumin: ustedes). Lo hace por medio de
tres parábolas juntas: la “de los dos
hijos”, la de “aquellos viñadores
homicidas”, y la de “los invitados a
las bodas”, en ellas evidencia el rechazo de los israelitas y la invitación
universal a la bienaventuranza, que pasa por el perdón de Dios y la conversión
del pecador, sin exclusión de ningún tipo,
respecto a la vida previa antes de ser partícipes de la misericordia de
Dios.
Ambos
hijos son como un resumen de la respuesta que hay ante la invitación que Jesús
nos hace: quien llama a todos: a los
buenos, para que sean mejores; y a
los malos para que sean buenos, por lo que todo bautizado debe saberse
participe del camino de la salvación, que incluye la conversión. ¡Nunca estamos
totalmente convertidos! Necesitamos entender la necesidad de la gracia de Dios
para en todo momento vivir en su presencia.
Recordemos la parábola
de hoy: Orden al primer hijo: ¡Vete a trabajar en mi viña”. Respuesta: ¡No
quiero! Acción final: Arrepentido, fue a trabajar. Orden al segundo hijo: Vete
a trabajar en mi viña. Respuesta: ¡Si, señor, voy! Acción final: No fue.
El segundo hijo tiene
una obediencia aparente, se porta bien socialmente, pero no cumple la voluntad
de su padre. Hay una respuesta hipócrita, que quiere quedar bien con todos. Ese
es el camino más expedito para quedar siempre mal con todos. Quienes
frecuentemente hablan de una Iglesia consecuente
con los criterios del mundo, de una Iglesia acomodada terminan viviendo una vida cómoda, como la de aquel hijo
que respondió inicialmente sí, pero se quedó en su casa sin ir a trabajar al
campo de su padre. En nuestro tiempo la pedida del valor de la palabra empeñada
lesiona gravemente la vida en la sociedad. Creemos poco en nuestras palabras y en las de
los demás: la palabra ha perdido fiabilidad, entonces emerge con fuerza la
desconfianza, el temor, el secretismo, la manipulación. Las palabras del primer
hijo estaban escritas en agua: se
diluyeron rápidamente.
Nunca Jesús pudo
entenderse con los fariseos porque estaban llenos de sí mismo y no necesitaban
de la gracia, del perdón y de su misericordia. La vida católica debe afectar la
tranquilidad, la comodidad, el llevarse bien con los criterios de una sociedad
que se alza a espaldas y contra el Evangelio mismo.
El primer hijo,
responde que no. Es decir, lleva una vida contraria a lo que su padre le pedía,
pero luego recapacitó, se convirtió, y dijo como aquel hijo prodigo: “pediré perdón y volveré a la casa de mi
padre”. Bajo el rostro de los más rechazados de aquel tiempo como eran los
judíos que recaudaban impuestos para los romanos y quienes llevan una vida
públicamente infiel, nuestro Señor nos invita a consideran de cuánto más hemos
sido perdonados, cuántas oportunidades extras nos ha dado, para recibir su
gracia y cumplir su voluntad en el fiel seguimiento de Jesús. Amén.
PADRE
JAIME HERRERA, PÁRROCO DE PUERTO CLARO EN VALPARAÍSO.
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