HOMILÍA MES DE MARÍA /
COLEGIO MACKAY / AÑO 2016.
Y estamos en el día
vigésimo tercero del Mes de María. Hoy descubrimos el don de fortaleza en el corazón de la Virgen.
El don de fortaleza es una
disposición habitual que el Espíritu Santo coloca, en el alma y en el cuerpo,
para hacer y sufrir cosas extraordinarias, para enfrentar obras muy complejas y
difíciles, y para asumir los más grandes peligros y las penurias más amargas.
Uno de los cuarenta y
seis libros del Antiguo Testamento relata la vida de un hombre próspero,
exitoso, que en cosa de horas pierde todo humanamente... Al meditar sobre lo
que le había pasado Job descubre que
todo su padecer tiene un sentido cuya respuesta sólo puede provenir
definitivamente de Dios mismo. Así, Job señala que “la vida de un hombre sobre la tierra es un combate” (Job
VII, 1). Avanzando en la
Santa Biblia, el Apóstol San Pero dice: “Estad
alertas y vigilantes, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente,
anda rondando y busca a quién devorar.
Resistidle fuertes en la fe, considerando que los mismos padecimientos
soportan vuestros hermanos dispersos por el mundo” (1
San Pedro V, 8-9).Es un texto que nos recuerda la firmeza
que debemos tener los creyentes ante las
múltiples fuerzas del mal: luchar contra sí mismo (la malicia y debilidad
personal); una lucha contra el mundo, y una lucha contra el demonio.
Si vamos a enfrentar
los embates de un león feroz no podemos hacerlo con una simple varilla, no
podemos confiar en nuestras propias fuerzas –que sabemos son limitadas- sino
que hay que buscar asistencia en Dios mismo…a tales males tales remedios, los
dones del Espíritu Santo vienen a darnos lo que autónomamente no podemos
obtener.
Jesús nos prometió su
asistencia: “Yo estaré con vosotros hasta
el fin del mundo”, concediéndonos, a su vez, la luz, guía y fuerza del
Espíritu Santo, quien os concede el don de fortaleza
para ser “heroicamente perseverantes” en la adversidad. Por eso, el Salmista
dice: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar,
mi libertador; Dios mío, peña (roca) mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte” (Salmo
XVII, 2-3). “El Señor es
mi fuerza y escudo; en Él confía mi
corazón. El Señor es fuerza para su pueblo, apoyo y salvación para su ungido”
(Salmo
XXVII, 7-8).
El don de fortaleza se hace más necesario a
nuestra alma en la medida que nuestra sociedad está más paganizada y que –al
interior de la Iglesia- crece con rapidez la mundialización: No podemos ser
fieles a Jesucristo si acaso no somos fortalecidos por el Espíritu Santo, para
lo cual aspiramos a vencer la tentación por el camino “cristiano” del martirio,
de la cruz y de la muerte.
Sin duda, quien procura
vivir bajo el influjo del don del Espíritu Santo (de fortaleza) puede soportar con serenidad y paciencia, sin
vacilaciones ni alardes, en confianza y sencillez, con una facilidad
sobrehumana las contrariedades de la vida presente.
Este don reviste
nuestra alma de una fuerza sobrehumana
–porque viene de Dios- lo que nos permite actuar con valentía y sin temor,
cobijando en todo momento un carácter sereno que caracteriza a quien vive del
don de fortaleza.
El testimonio de los
Santos es elocuente a la hora de evidenciar la fuerza dada por el Espíritu
Santo que en momentos muy difíciles, de prueba extrema, sufrimientos casi
habituales, han mantenido un testimonio heroico en: abnegación, fidelidad y caridad
fraterna. Es impresionante la “fuerza de ánimo” que tienen los santos al
momento de soportar la adversidad, llegando –incluso- a mantener la alegría
(San Alberto Hurtado), el buen humor (Santo Tomás Moro) y la amabilidad (Santa
Teresa de Calcuta).
El don de fortaleza es como una piedra preciosa,
de gran valor, que luce mayormente al
momento de ser colocado sobre el engaste de las virtudes que podemos procurar
por medio de diversos caminos:
a).
Crecer en devoción a la Santa Cruz: Como católicos nos sabemos
identificados por el signo de la cruz, que por Jesús dejó de ser el patíbulo
ignominioso para llegar a constituirse en el singo de la victoria y vida
definitiva. Por esto, al momento de padecer podemos desde la fe, “completar lo que falta a la pasión de
Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses 1, 24).
b).
Aceptar las cruces cotidianas: La disponibilidad en
manos del Señor debe ser una actitud permanente en nuestra vida de creyentes.
La Virgen en todo momento se ofreció para hacer la voluntad de Dios, aunque
momentáneamente le resultase incomprensible. “Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad, honra o deshonra;
dadme guerra o paz cumplida, flaqueza o fuerza a mi vida, que a todo diré que
sí. ¿Qué queréis hacer de mí?” (Santa Tersa de Ávila,
Poesías).
c).
Ofrecer a Dios mortificaciones voluntarias: El aprender a
desprenderse de uno mismo implica avanzar por el camino de la penitencia que
nos permite liberarnos de las ataduras de múltiples esclavitudes. La penitencia
o mortificación debe apuntar a una liberación interior y exterior, de alma y
cuerpo.
d).
No ser “quejumbrosos”: Decía San Juan María Vianney, el
Patrono de los Párrocos que “un buen católico no se queja jamás”. Según esto,
hemos de vivir ofreciendo al Señor todo lo que nos pasa, y cuando algo nos sea
desagradable procurar en silencio dejarlo en sus manos providentes.
e). Obedecer por fidelidad:
A lo largo de nuestra vida, hay momentos que lo que no haríamos por iniciativa
propia, podemos hacerlo por obediencia cuando son mandadas. Así lo enseña
Teresa de Ávila a una religiosa: “Hija,
la obediencia da fuerzas” (Fundaciones, prólogo 2).
Imploremos
el don de fortaleza, para que por
intercesión de la Virgen María – Esposa del Espíritu Santo- nos obtenga del
Cielo el enfrentar la adversidad con el escudo de la fe. ¡Que Viva Cristo Rey!
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