lunes, 5 de diciembre de 2016

DON DE FORTALEZA EN EL CORAZÓN DE LA VIRGEN MARÍA

 HOMILÍA MES DE MARÍA   /   COLEGIO MACKAY   /   AÑO 2016.

Y estamos en el día vigésimo tercero del Mes de María. Hoy descubrimos el don de fortaleza en el corazón de la Virgen. El don de fortaleza es una disposición habitual que el Espíritu Santo coloca, en el alma y en el cuerpo, para hacer y sufrir cosas extraordinarias, para enfrentar obras muy complejas y difíciles, y para asumir los más grandes peligros y las penurias más amargas.



Uno de los cuarenta y seis libros del Antiguo Testamento relata la vida de un hombre próspero, exitoso, que en cosa de horas pierde todo humanamente... Al meditar sobre lo que le había pasado Job  descubre que todo su padecer tiene un sentido cuya respuesta sólo puede provenir definitivamente de Dios mismo. Así, Job señala que “la vida de un hombre sobre la tierra es un combate” (Job VII, 1).  Avanzando en la Santa Biblia, el Apóstol San Pero dice: “Estad alertas y vigilantes, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar.  Resistidle fuertes en la fe, considerando que los mismos padecimientos soportan vuestros hermanos dispersos por el mundo” (1 San Pedro V, 8-9).Es un texto que nos recuerda la firmeza que debemos  tener los creyentes ante las múltiples fuerzas del mal: luchar contra sí mismo (la malicia y debilidad personal); una lucha contra el mundo, y una lucha contra el demonio.

Si vamos a enfrentar los embates de un león feroz no podemos hacerlo con una simple varilla, no podemos confiar en nuestras propias fuerzas –que sabemos son limitadas- sino que hay que buscar asistencia en Dios mismo…a tales males tales remedios, los dones del Espíritu Santo vienen a darnos lo que autónomamente no podemos obtener.

Jesús nos prometió su asistencia: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”, concediéndonos, a su vez, la luz, guía y fuerza del Espíritu Santo, quien os concede el don de fortaleza para ser “heroicamente perseverantes” en la adversidad. Por eso, el Salmista dice: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña (roca) mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte” (Salmo XVII, 2-3). “El Señor es mi fuerza y escudo; en Él confía mi corazón. El Señor es fuerza para su pueblo, apoyo y salvación para su ungido” (Salmo XXVII, 7-8).
El don de fortaleza se hace más necesario a nuestra alma en la medida que nuestra sociedad está más paganizada y que –al interior de la Iglesia- crece con rapidez la mundialización: No podemos ser fieles a Jesucristo si acaso no somos fortalecidos por el Espíritu Santo, para lo cual aspiramos a vencer la tentación por el camino “cristiano” del martirio, de la cruz y de la muerte.

Sin duda, quien procura vivir bajo el influjo del don del Espíritu Santo (de fortaleza) puede soportar con serenidad y paciencia, sin vacilaciones ni alardes, en confianza y sencillez, con una facilidad sobrehumana las contrariedades de la vida presente.

Este don reviste nuestra alma de una fuerza  sobrehumana –porque viene de Dios- lo que nos permite actuar con valentía y sin temor, cobijando en todo momento un carácter sereno que caracteriza a quien vive del don de fortaleza.


El testimonio de los Santos es elocuente a la hora de evidenciar la fuerza dada por el Espíritu Santo que en momentos muy difíciles, de prueba extrema, sufrimientos casi habituales, han mantenido un testimonio heroico en: abnegación, fidelidad y caridad fraterna. Es impresionante la “fuerza de ánimo” que tienen los santos al momento de soportar la adversidad, llegando –incluso- a mantener la alegría (San Alberto Hurtado), el buen humor (Santo Tomás Moro) y la amabilidad (Santa Teresa de Calcuta).

El don de fortaleza es como una piedra preciosa, de gran valor, que luce mayormente al momento de ser colocado sobre el engaste de las virtudes que podemos procurar por medio de diversos caminos:

a). Crecer en devoción a la Santa Cruz: Como católicos nos sabemos identificados por el signo de la cruz, que por Jesús dejó de ser el patíbulo ignominioso para llegar a constituirse en el singo de la victoria y vida definitiva. Por esto, al momento de padecer podemos desde la fe, “completar lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses 1, 24).

b). Aceptar las cruces cotidianas: La disponibilidad en manos del Señor debe ser una actitud permanente en nuestra vida de creyentes. La Virgen en todo momento se ofreció para hacer la voluntad de Dios, aunque momentáneamente le resultase incomprensible. “Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad, honra o deshonra; dadme guerra o paz cumplida, flaqueza o fuerza a mi vida, que a todo diré que sí. ¿Qué queréis hacer de mí?” (Santa Tersa de Ávila, Poesías).

c). Ofrecer a Dios mortificaciones voluntarias: El aprender a desprenderse de uno mismo implica avanzar por el camino de la penitencia que nos permite liberarnos de las ataduras de múltiples esclavitudes. La penitencia o mortificación debe apuntar a una liberación interior y exterior, de alma y cuerpo.

d). No ser “quejumbrosos”: Decía San Juan María Vianney, el Patrono de los Párrocos que “un buen católico no se queja jamás”. Según esto, hemos de vivir ofreciendo al Señor todo lo que nos pasa, y cuando algo nos sea desagradable procurar en silencio dejarlo en sus manos providentes.

e). Obedecer por fidelidad: A lo largo de nuestra vida, hay momentos que lo que no haríamos por iniciativa propia, podemos hacerlo por obediencia cuando son mandadas. Así lo enseña Teresa de Ávila a una religiosa: “Hija, la obediencia da fuerzas” (Fundaciones, prólogo 2).
Imploremos el don de fortaleza, para que por intercesión de la Virgen María – Esposa del Espíritu Santo- nos obtenga del Cielo el enfrentar la adversidad con el escudo de la fe. ¡Que Viva Cristo Rey!

     



No hay comentarios:

Publicar un comentario