Radio Stella Maris / Miércoles 17 Enero / San Marcos III, 1-6.
“Entró de nuevo en la sinagoga, y había
allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le
curaba en sábado para poder acusarle. Dice al hombre que tenía la mano seca:
«Levántate ahí en medio.» Y les dice: “¿Es lícito en sábado hacer el bien en
vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?» Pero ellos callaban.
Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al
hombre: «Extiende la mano.» Él la extendió y quedó restablecida su mano. En
cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra él para
ver cómo eliminarle”.
La inexpresividad que ocasiona una parálisis
conlleva no sólo a la limitación a hacer muchas cosas sino que también conduce a
no dar conocer lo que uno tiene presente en su corazón.
Sucede con una parálisis facial, donde las
alegrías y tristezas, que cuantos la padecen suelen tener una misma expresión. En el caso
de las manos, éstas son como el rostro: Plenamente
abierta tiene capacidad para saludar a
la distancia; extendida puede acoger a quien viene hacia nosotros; sobre el
hombro puede dar aliento al que esta apesadumbrado, cerrada puede manifestar iracundia
y cerrazón, en su dedo pulgar puede indicar que vamos bien y mañana mejor; con dos dedos mostrar un signo
de victoria. Las manos hablan... Pero cuando, a causa de una enfermedad
estas quedan paralizadas, entonces, se
produce una grave incomunicación.
Lo anterior sin considerar las
limitaciones que tiene aquel que ve mermada total o parcialmente la movilidad
de sus manos. Estando inmerso “ahí en
medio de la Sinagoga” podemos pensar que como todo enfermo, la sociedad lo
había arrinconado en un lugar. El evangelio simplemente nos dice: “y había allí un hombre que tenía la mano
seca”.
La relación con los demás se veía
entorpecida seriamente por esta “limitación”. Era una mano atrofiada, pero
debía sumarse el hecho de ser tenido como un impuro, por tanto no digno de ser
considerado ni por Dios ni por los demás asistentes a la sinagoga. El
enfermo era un pecador, por tanto, alguien despreciable al que se le
ensimismaba en un metro cuadrado, del
cual –por cierto- no podría sustraerse ni ser sustraído.
SACERDOTE DIOCESANO DE VALPARAÍSO 2018 |
La irrupción de Nuestro Señor en la vida de ese enfermo hace que cambie
substancialmente. Hay un antes y un después, que hace que nada sea igual
desde aquel día. El estar frente al Señor y contar con la gracia de su
presencia hace que podamos tener una vida nueva, lo cual conlleva el
desafío de la fidelidad que incluye: la persecución, el cuestionamiento, la suspicacia, el
desinterés, el desprecio y menosprecio.
El relato de momento del milagro es
escueto: “dice al hombre…extiende tu
mano…Él la extendió y que restablecida su mano”.
Luego de ser sanado, no solo Jesús fue
cuestionado, también lo fue el hombre que ahora podía expresarse con ambas
manos pues era a los ojos del fariseísmo más profundo, una imagen viva del
poder, de la bondad y de la misericordia de Jesús, lo cual les resultaba una
locura y necedad.
Si para los adversarios a Jesús el milagro
fue ocasión de confabulación, para cada creyente es una oportunidad para
imitar al Señor por medio de la vivencia de las diversas obras de misericordia
espirituales y corporales, que como una verdadera “caricia de Dios” presencializan o actualizan lo que el Corazón de
Cristo quiere hacer en medio nuestro y por nuestro medio.
En horas en que el Sucesor de Pedro está
en nuestra Patria, descubrimos el valor que tiene la vivencia de la caridad
como abono para alcanzar la paz:
Desde el corazón, desde la familia, desde la ciudad, desde la nación, hacia el
mundo entero. Es que “la paz del corazón
es el corazón de la paz” (Papa Juan Pablo II), de la cual cada católico está
llamado a ser un “artesano de la paz”
(Papa
Francisco) en medio de una
sociedad marcadamente individualista y cuyo distanciamiento hacia una vivencia
integral de la fe ha provocado un notorio debilitamiento de la armonía en la
vida de nuestra sociedad.
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