TEMA : “TUVO COMPASIÓN PORQUE ESTÁN COMO OVEJAS SIN PASTOR”.
FECHA: HOMILÍA MISA EXEQUIAL
EDUARDO HENRIQUEZ SEVERIN JULIO / 2018
Queridos
hermanos: Estamos celebrando nuestra Misa Exequial por el descanso eterno del
alma de don Eduardo Henríquez Severin, nacido el 22 de Agosto del año 1934, y
que falleció a la edad de 82 años.
Nuestra
mirada se dirige hacia el centro del altar, donde vemos la imagen de Jesús crucificado,
como signo visible de lo que en unos momentos contemplaremos no de modo figurado
sino real y sustancial como es la presencia de Jesús Sacramentado cuyo año
santo celebramos en nuestra patria. Esto marca una realidad, pues la partida de
este mundo forma parte del designio que Dios Padre tiene para cada uno de
nosotros por lo que ni un minuto antes ni después de lo establecido por el
Cielo nos presentaremos ante Él para enfrentar el momento decisivo de nuestra
existencia, para el cual la vida presente es una preparación y la celebración
eucarística un anticipo.
Así
lo han experimentado los santos a lo largo de su vida, para quienes el poder
estar en Misa constituye algo vital, sin la cual no se puede vivir
verdaderamente. Por esto los primeros creyentes, enfrentados ante recias
persecuciones se reunían diariamente a revivir el misterio iniciado en la
Ultima Cena cuando Jesús tomo un pan y dijo: “tomen es mi cuerpo” y luego con el cáliz en sus manos señaló: “Beban esta es mi sangre que es derramada
para el perdón de los pecados”, dando el mandato final: ¡Hagan esto en mi memoria! Desde ese
momento, cada creyente descubre a lo largo de su vida la presencia e
importancia que tiene estar en comunión con Dios, uno y trino.
Incorporado
tempranamente al sacramento del bautismo, Don Eduardo pudo vivir la fe de la
Iglesia al interior de su hogar, constituido por sus padres y seis hermanos, en
su condición del “benjamín” de la
casa, es decir, el menor de los hijos nacidos, lo cual le haría tener algunas
regalías especiales a la vez de ser el último y más protegido, no sólo por sus
padres sino –también- por sus hermanos. Probablemente esto hizo que cuando muy
joven ingresara a la Escuela Naval provocase que su familia se trasladase hasta
nuestra región con el fin de acompañarlo, lo que le llevó a experimentar
aquello que los padres son capaces de
enseñar en primera persona en orden a
que “nadie tiene amor más grande que el que da la
vida por los suyos” (San
Juan XV, 13) como
habitualmente lo suelen hacer padres y madres en bien de cada uno de sus hijos.
Por
esto, al momento de fundar su nuevo hogar dedicó los mejores esfuerzos en vistas
a custodiar a la mujer que no descansó hasta conquistarla como su esposa, y en
prodigar su afecto a sus dos hijos que ahora le acompañan con su plegaria:
Brenta y Luis, y por cierto a sus cinco nietos.
Llamado
por Dios en el umbral de cumplir seis décadas de vida matrimonial, no podemos
dejar de destacar que para llegar a esa fecha fue necesario la asistencia de lo
alto. En efecto, la gracia recibida
desde el bautismo no desdeña la naturaleza sino que la eleva y perfecciona, haciendo
posible que afloren las fortalezas necesarias para enfrentar la grandeza de la
vida matrimonial, que ahora las generaciones emergentes ven como realizable y
no una sentimental ilusión. Sí, es posible el amor para toda la vida, Si, vale la pena cualquier sacrificio para que
prime la fidelidad, tal como enseñó el recordado Sumo Pontífice Juan Pablo II: “El amor vence siempre, el amor es más
fuerte, el amor siempre puede más”.
Esa
misma gracia permite vislumbrar cada acontecimiento de nuestra vida no como
producto de un ciego azar sino como parte del cuidado providente de nuestro
Dios, que no toma recreo ni pestañea cuando se refiere respecto del bien de nuestra salvación, cuyo precio lo
canceló Jesús en lo alto del Calvario.
Por
eso, es en cada Santa Misa donde “comemos
y bebemos el precio de nuestra redención”, donde alabamos su grandeza,
agradecemos su bondad, imploramos su misericordia e inclinamos su bendición en
bien de nuestro hermano que ha partido de este mundo.
Es
Jesucristo, la palabra definitiva del Padre Eterno, quien explica todas las
interrogantes más hondas que subyacen en nuestro interior. Todos los ¿por qué?,
los ¿hasta cuándo?, los ¿para qué?, hoy los vemos explicados en el crucifijo
que se alza sobre nuestro altar, lo encontramos en los santos evangelios, y lo
develamos en la Hostia Santa –que es el mismo Cristo- que nos muestra toda su grandeza, todo su
poder, y toda su eternidad.
Por
esto, ¡Que distinto es enfrentar este momento teniendo fe que careciendo de
ella! ¡Qué diferente resulta ver las páginas del dolor y la enfermedad no como
el olvido sino como la voz del Buen Dios que susurra silencio y paz!
El
Señor nos concede las gracias de múltiples maneras una de las cuales la
percibimos en la armonía, que está inscrita en la naturaleza, en el cosmos, en
una vida ordenada, y por cierto en las notas de una simple melodía.
Ya
en el Antiguo Testamento vemos que a quienes Dios ha llamado, no dejan de
alabar y agradecer con hermosos “himnos” cuya
vigencia tiene más de tres milenios: Los israelitas entonaban canticos para
celebrar el paso durante cuarenta años por el desierto hasta llegar a la tierra
prometida (Éxodo XV, 1-21);
Moisés escribió una canción para exhortar al pueblo de Israel
(Deuteronomio XXXII, 1-43); el Rey David escribió
varios salmos acompañados por instrumentos, en uno de los cuales leemos: “Dios es mi fuerza, y con mi canción lo
elogiaré” (Salmo XXVIII, 7).
Sin
duda, la música suele ser como el “celular”
que Dios la usa para que podamos hablarle en la liturgia y por medio de la cual
Él nos habla.
Una
de las pasiones que tuvo nuestro hermano difunto fue la de escuchar música
clásica y folclórica, que interpretaba por medio del piano, del violín y guitarra. Esto le permitía alegrar y alegrarse
a través de la música descubierta como una bendición de Dios.
La
vida del creyente debe ser como una armonía, que por medio de la disponibilidad
total a Dios, Él pueda “cantar sus
bendiciones” al mundo a través de
cada uno de sus hijos, toda vez que la estridencia e impudicia del ruido
mundano actual, son expresión de lo amarga que resulta la vida cuando esta se
vive de espaldas a Dios.
Finalmente,
nuestra mirada se dirige hacia la Bienaventurada Virgen María, bajo la
advocación del Carmen, que como “música
de Dios”, nos invita con su dulzura no exenta de claridad, a escuchar la
voz de su Hijo y Dios, tal como lo señaló en medio de las Bodas de Caná en
Galilea, cuando invitó a “hacer todo lo
que Jesús nos diga”, lo cual pasa por buscar la santidad en las cosas
simples de la vida, para que un día, no lejano podamos presentarnos revestidos
por las obras realizadas, ante el Buen Dios, cuyo nombre es Padre. ¡Que Viva
Cristo Rey!
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