sábado, 24 de noviembre de 2018

NACER PARA LA VIDA ETERNA


 “NACER PARA LA VIDA ETERNA”.

FECHA:  MISA EXEQUIAL  RODRIGO  PEÑALOZA  CASTRO  2018

Hace unas horas a la salida de un centro médico en Santiago veíamos a nuestra ex miss universo hacer una emocionada declaración referida a su hijo único enfermo: “es un regalo ver nacer por segunda vez a mi hijo”. Esa frase me quedó dando vuelta por un instante y me hizo recordar tres momentos.

Al inicio de la predicación pública del Señor, un buen día, a la medianoche fue visitado por Nicodemo (San Juan II, 23-III, 21),  un magistrado judío a quien le dijo: “Es necesario que nazcas de nuevo”. La tentación de interpretar aquella invitación del Señor con ojos de este mundo le llevó a preguntar algo no exento de una fina suspicacia: “¿acaso puedo por segunda vez entrar en vientre materno y volver a nacer?”.  Aquel anciano de Jerusalén no conocía otra lógica aceptable más que la imperante por entonces, aprendida rigurosamente por sus antepasados: lo práctico, lo útil, lo productivo, fuera de lo cual nada parecía tener mayor importancia y sentido alguno.
Mientras él hablaba de un parto físico,  Jesús le señalaba el nacimiento a la fe: “Si no naces del agua y del Espíritu no tienes Vida Eterna”. El sacramento del bautismo es presentado con el rostro de un verdadero nacimiento. Así como sólo se nace una vez, sólo se es bautizado una vez. Por lo tanto,  al momento que se es constituido como hijo de Dios, siempre se será hijo de Dios y de su Iglesia. No es posible borrar con el codo nuestro, aquello que Dios no dejó de sellar indeleblemente con su amor.
Insertos en la cultura de lo relativo con frecuencia se nos dice que todo puede cambiar y hasta –en ocasiones- nos acostumbramos a ello, olvidando que nuestro Dios se ha dado a conocer como el Dios “siempre fiel” (Deuteronomio VII, 9), por lo que sus palabras son seguras para apoyarse y sus acciones resultan decisivas para alcanzar la perfección.
Es esta fidelidad la que en esta tarde deseamos destacar, para profundizar en el misterio que encierra la partida de nuestro hermano difunto –Rodrigo Ignacio- por quien aplicamos esta Misa en sufragio de su alma, quien casi empinado en las tres décadas de vida,  partió de este mundo a la hora signada por el Buen Dios. Ni un minuto antes ni después de lo que Dios permita permaneceremos en este mundo, por lo que, a la luz de la fe,  nadie parte de manera prematura o tardía sino que,  el tiempo otorgado por el Señor  es el nuestro.

ESTAMOS EN LAS MANOS DEL SEÑOR

Para ello debemos estar preparados, tal como el caminante que parte de un lugar hacia su destino, sabiendo que ahora estamos de paso y que todo lo que nos circunda de este mundo es pasajero y,  muchas veces forma parte de aquellas primeras palabras que nos entrega el libro sapiencial: “vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Eclesiastés XII, 8).
En efecto, con la certeza que somos convocados a una vida nueva, a un nuevo nacimiento, la Iglesia en su liturgia refiere el día de la muerte del siervo  fiel a Dios como el “Dies natalis”, según lo cual el morir forma parte del parto hacia la bienaventuranza eterna, tan hermosamente descrita por el Apóstol San Pablo al momento de referirse a la Vida Eterna: “Lo que no ojo vio, lo que ni oído escuchó, lo que ni mente llegó a imaginar es lo que Dios tiene preparado para quienes le son fieles” (1 Corintios II, 9).
Esta última frase no puede resultar ser más exigente ni más atractiva para nuestra alma, ávida de logros, de conocimiento, de amor, de paz, de libertad, ya que si acaso “hemos sido creados para ti Señor, inquieto estará nuestro corazón mientras no descanse en Ti” señala en su autobiografía el gran San Agustín de Hipona.
Lo anterior lo vemos porque lo que más solemos apreciar en la vida son las cosas que más esfuerzo nos han costado obtener. La dedicación, el tiempo, el amor, las virtudes son un conjunto de realidades que permiten distinguir entre una obra acabada y perfecta con un trabajo más entre otros. Si tomamos un kilo de greda y lo moldeamos hay un instante que sabemos deja de ser simple arcilla hasta pasar a ser un objeto para ser contemplado por otros…La búsqueda de la santidad es una tarea que conlleva toda la vida, y que exige una dedicación a toda hora, puesto que  la voluntad de Dios Padre es que “todos seamos santos”…!aquí y allá! haciendo que toda nuestra  vida actual sea la antesala necesaria para llegar al Puerto Claro de la eterna Salvación.
Detenernos a meditar en la meta a la que estamos convocados no nos hace desentendernos de la vida presente, por el contrario, implica anclar la vida actual en la persona de Cristo,  la que nos impide encallar como -buque a la deriva- en los vicios y debilidades a los que la naturaleza humana permanece inclinada como consecuencia del pecado original.

SAN DAMIAN DE MOLOKAI SSCC (HAWAI)


El vencimiento personal es una tarea que nos lleva toda la vida. Tal como el buen deportista debe entrenar día a día, y el buen estudiante para lograr culminar su vocación ha de estudiar día a día, el alcanzar las virtudes y la búsqueda por hacer en todo la voluntad de Dios exige implementarlo toda la vida.  Para el creyente todo sirve para buscar, para encontrar y para vivir en Jesucristo, modelo y fuente de perfección humana.
Fue esta búsqueda la que motivó a nuestro hermano difunto a procurar profundizar en su vida como creyente no contentándose con sólo revolotear superficialmente  en las cosas temporales sino alzando el vuelo hacia aquellas realidades que no tienen fecha de término, que no se oxidan,  ni se pierden,  como son las propias de Dios. Mediante la oración, la participación en retiros, el rezo del santo rosario, la asistencia frecuente a la Santa Misa, la lectura espiritual y misiones, nutría   su alma descubriendo con ello la vocación de servicio que le caracterizó a lo largo de su vida con una sensibilidad especial hacia todas las personas, preferencialmente a las más enfermas y necesitadas.
Durante su extensa preparación para ser médico tuvo la oportunidad de experimentar en primera persona dos grandes verdades que iluminarian su vida: primero, debió asumir una enfermedad que la acompañaría por largo tiempo, por lo cual,  al mirar a los enfermos podía repetir las palabras con que San Damián de Molokai se dirigía a sus feligreses con lepra…”nosotros los leprosos”. Nuestro hermano difunto, al atender en cada jornada a tantos enfermos pudo –entonces- asumir que para ellos fue doctor y con ellos fue paciente, aunque es menester reconocer que era mejor lo primero que lo segundo, es decir: ”excelente médico y regular paciente”.   
Esta condición  moldeó su ser médico asumiendo la debilidad como la fuerza necesaria para comprender de una manera más amplia y realista lo que implica cualquier padecimiento físico con todas las consecuencias en la vida personal, familiar y social. No dejó de mirar lo que Cristo hizo en la Cruz por cada uno de nosotros reconociendo que el sacrificio de Jesús es el precio saldado por nuestra redención.  ¡Valemos la sangre de Cristo! (1 San Pedro I, 18-21).



En segundo lugar, el hecho de reconocerse enfermo le llevó a valorar mas hondamente lo que Santa Teresa de Calcuta, gran apóstol en las paupérrimas barriadas de la India, señalara respecto del padecimiento humano: “Cuando un hombre sufre no es alguien a quien Dios olvidó sino alguien en que Dios habló”…como en Jesús que mientras más debilitado se mostró,  más poderoso fue. ¡Este ha de ser el camino de nuestra Iglesia hoy! 
Entonces, el sufrimiento no es el que nos aleja de Dios, sino por el contrario,  asumiendo la condición de Cristo  que padece por medio de la enfermedad y la penitencia nos parecemos (asemejamos)  a El que ama entrañablemente a su Iglesia.  Hoy, con la partida de nuestro hermano Dios nos habla y a cada uno de los que estamos en este templo santo… Nos pregunta: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (San Mateo XVI, 26). Nos pregunta: “¿Por qué buscan entre los muertos a quien está vivo?” (San Lucas XXIV, 5).
Sí hermanos: Jesús con la muerte de Rodrigo Ignacio nos exhorta a una respuesta que se hace búsqueda inquieta, que en medio de las aguas turbulentas de la sociedad y de nuestra Iglesia, nos invita a apoyarnos con fuerza en la persona de Cristo, verdaderamente presente en este altar en su cuerpo y alma, por lo que no vamos a la deriva en la navegación de la vida, ni la noche de la partida de un ser querido es capaz de extinguir la luz de la fe en la resurrección a la cual el Nuestro Señor nos invita a participar siendo fieles a Aquel que jamás traiciona nuestra esperanza.
San Alberto Hurtado solía recordar una frase que a esta hora nos invita a crecer en la fe: “La vida fue dada para buscar a Dios, la muerte fue dada para encontrar a Dios y la eternidad para poseer a Dios”.
Si de algo estamos seguros es que el amor de Dios nunca defrauda, y que Rodrigo Ignacio percibió el cariño y cercanía de su familia llegando a ser el regalón al interior del hogar, con los privilegios que suelen gozar los más pequeños, por esto hoy, se suma una numerosa cantidad de amigos que compartieron la historia de su vida “aquí”, pero que,  también están llamados a ser parte de su vida “allá” donde nos encontraremos con nuestros seres queridos en la presencia del Señor, a quien imploramos hoy,  tenga a bien repetir lo que un día señaló en los Santos Evangelios: “Venid benditos de mi padre al lugar preparados para vosotros desde toda la eternidad…porque estuve enfermo y me visitasteis” (San Mateo XXV, 34). ¡Que Viva Cristo Rey!

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