HOMILÍA SOLEMNIDAD DE CRISTO REY / AÑO 2017.
¡Universa vanitas omnis homo vivens!
Nuestro Año Litúrgico llega
a su fin. Lo hacemos con la Solemnidad de Cristo Rey del Universo, en quien “todas las cosas son recapituladas”,
pues “fueron creadas por Él y para Él”. El
universo entero descubre su sentido más hondo, desde, en y hacia la persona de
Jesucristo.
Los reyes de este tiempo
no gozan de gran prestigio, en ocasiones, a causa de evidentes desméritos personales y
en otras por el ansia enfermiza del voluntarismo que se alza contra todo atisbo
de autoridad. En cualquier caso, nuestra
cultura no está habituada a compartir actualmente con los poderes de una
realeza.
Nuestra sociedad no tiene
cercanía con figuras reales, de las cuales, se conoce por los diversos y múltiples escándalos
familiares, por su afición a los deportes extremos, y por las extravagancias de sus actos y vestimentas…
¡Universa vanitas omnis
homo vivens! Todo hombre viviente es pura vanidad.
Ante la presencia de Nuestro
Señor las grandezas humanas se disuelven,
de modo semejante a como las tinieblas se evaporan ante la irrupción de los
primeros rayos del sol.
Aunque en ocasiones
parezca ser interminable, nunca la noche tiene la última palabra ni es capaz de
silenciar la alborada de cada amanecer. Los afanes del mundo, las vanidades en
la vida social, los estereotipos y costumbres secularistas, de nuestra sociedad
construida obstinadamente de espaldas a los designios del Señor, pueden tener
voz y hasta resonar estruendosamente
pero no dirán la última palabra. Esa la dice Cristo y los suyos.
Para nosotros los
católicos, y para el mundo entero, la Santa Misa es un amanecer que ahonda perennemente el cumplimiento de la promesa
hecha por Jesús en la Ultima Cena: “Yo
estaré junto a vosotros hasta el fin del mundo”. Se ha quedado en medio
nuestro no de manera figurada o aparente, encerrada en el límite del simbolismo
y de lo posible…
Es una realidad: Las
especies eucarísticas presentes en el ofertorio son, luego de la consagración,
el verdadero cuerpo, sangre, y alma del Señor, por lo que al momento de
acercamos a comulgar, lo hacemos de rodillas porque recibimos la persona de
Cristo en nuestra vida.
SACERDOTE JAIME HERRERA VALPARAÍSO
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No nos aceramos a “algo bendito” sino que comulgamos al
Autor de toda bendición, asumiendo lo que la Palabra de Dios sentencia: “Al solo nombre de Jesucristo toda rodilla
se doble, en el cielo, en la tierra y en
todo lugar”.
Por eso, la actitud de hacerlo de rodillas es un
reconocimiento a la realeza del Señor que no sólo sobrepasa las apariencias de
este mundo sino que lo encamina y gobierna para siempre.
2. ¡Que Viva Cristo Rey!
Como acontece con las
grandes verdades de nuestra fe, muchas veces –estas- son explicitadas por el
Magisterio de la Iglesia en determinadas épocas de la historia a causa de la
necesidad de las inteligencias y de las voluntades en orden a enmendar el
rumbo, tantas veces extraviado; y con el fin de agilizar aquella conversión
cansinamente postergada por la molicie, el descuido y la simple comodidad.
“Convertíos
porque el Reino de Dios ha llegado” (San
Mateo IV, 17). El cambio de vida es siempre una necesidad, por lo
que es algo urgente, toda vez que una sola persona que se condene, constituye
una realidad que clama a todos los creyentes, con las palabras del Antiguo
Testamento: ¿Dónde está tu hermano?.
En efecto, ¡Las almas no
pueden esperar! ¡Es hoy el tiempo de la conversión!
El Reino de Cristo en el
mundo pasa por la conversión de cada uno en la riqueza inconmensurable de lo
cotidiano, no buscando los adornos de este mundo: poderes, placeres, quereres,
teneres, sino procurando vivir el programa dado por nuestro Señor al inicio de
su predicación en la nueve Bienaventuranzas.
Uno de los actos litúrgicos más frecuentes que
hacemos, es sin duda, la signación: al inicio y fin de la Santa Misa, en medio
de la celebración al culminar el rezo del Gloria y Credo, y muy
especialmente, antes de la proclamación
del santo evangelio, donde hacemos la señal de la cruz en la frente, los labios
y el corazón, con el fin que nuestra vida entre en sintonía con las enseñanzas
que vamos a recibir de Jesús.
El silencio del gesto
evidencia las palabras: “Habla
Señor, que tu siervo escucha” (1
Samuel III, 9). Con ello, reconocemos a Jesús Rey
anhelando que por medio del apostolado seamos testigos convencidos y
convincentes implorando que impere en
nuestra inteligencia, que reine en
nuestra voluntad; y domine en todo
nuestro corazón.
Este acto de signarnos es
una ofrenda que se da: al reconocer
a la Santísima Trinidad, en la Persona del Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo,
que nos ha creado, redimido y santificado. Un saludo que damos solo a Dios, que
a su vez constituye un acto de fe en su poder y misericordia. Además, el gesto
de la signación implica una invocación
de sumisión de quien sabe que todo lo recibido viene de su mano providente,
que cuida y defiende, a quien procura serle fiel. ¿Qué tenemos que nos haya
sido dado?
La instauración de esta
solemnidad litúrgica es imposible no descubrirla de la mano con el clamor dado
por aquellos mártires mexicanos de inicios del siglo pasado, quienes al momento
de ir al martirio gritaban: “Que Viva
Cristo Rey”. Como en el pasado, la “sangre
de los mártires fue semilla de nuevos cristianos” (Tertuliano,
Apologeticus pro christianis, L.13) y develó que el
camino de la persecución, cuando se ofrece a Dios, constituye una nueva senda
de purificación y mayor perfección para la vida de toda nuestra Iglesia, a
imagen del sacrificio hecho por Nuestro Señor,
el cual, nunca fue más poderoso
que cuando -a los ojos del mundo- pareció más débil…”Cuando soy débil, entonces soy
fuerte” (2 Corintios XII, 10).
¡Que reine el Rey!
En la oración cotidiana
del Padre Nuestro imploramos fervientemente “Adveniat
regnum tuum” (que venga tu Reino),
lo cual, constituye el mayor beneficio
que podemos anhelar para nosotros y para los más necesitados, toda vez que no
hay mayor pobreza que la de no tener a Dios en el corazón. Entonces, nuestra
oración busca que Cristo reine, en todo y en todos, no quedando rincón oculto en
el corazón y en la vida social en el cual los designios de Cristo Rey dejen de
prevalecer.
Los tiempos de vaguedad
en las certezas, del debilitamiento de la voluntad, y de la esclavitud de
tantos corazones ameritan una renovada consagración personal y familiar
hacia la persona de Jesucristo, a quien en este día honramos especialmente en
su realeza, respondiendo con los actos la pregunta del mundo inicuo: “¿Acaso eres rey?...Si, yo soy Rey, pero mi
reino no es de este mundo”.
Reine
en nuestra inteligencia: Él se declaró como “el camino, la verdad y la vida”, con lo
cual nos enseña que es inseparable la vida de la verdad, por lo que constituye
una verdadera blasfemia la acción de separar nuestra realidad de creyentes
bautizados, de nuestra pertenencia a la vida social y pública.
El germen de sacar a Cristo de la vida del mundo está incoado en la separación
de la fe y la vida, de la Iglesia y del estado, y de la vida pública y privada.
Para el católico, que se
esfuerza del “determinada determinación” (Santa
Teresa de Ávila) para
vivir su fe, la persona de Jesucristo no constituye una opinión asumida ni una
opción tomada. Nuestra identidad católica no sale del consenso ni será fruto
de un acuerdo. Es una certeza que se tiene, un don recibido, y que se
ofrece al mundo con la fuerza de ser lo más necesario, puesto que. “la fuerza de la verdad es que es verdad”,
y esta verdad no es atributo del poder sino que lo es de la virtud.
Reine
en nuestra voluntad: La “dictadura
del relativismo” (Benedicto XVI) lleva
a sinnúmero de almas a dejarse seducir por los ídolos que siempre se oponen a
los designios de Dios. Debemos tener presente que sólo teniendo una vida
espiritual seria, en la cual nuestra piedad sea relevante y no quede reducida a
las prácticas religiosas que el tiempo sobrante nos permita sino que primeree nuestra agenda como lo más
importante y necesario, sin la cual no es posible crecer en santidad y virtud.
La voluntad se fortalece
una vez que Cristo reina en nuestros actos, para ello, no debemos pensar en ser los últimos que
nostálgicamente reservemos un tesoro, sino los primeros en ofrecer el esplendor
de la verdad que no tiene fecha ni circunstancia de vencimiento, porque es
eterna. En cambio, la tibieza espiritual conlleva la arrogancia del
voluntarismo y la debilidad de la voluntad, tan característica de la atmosfera
cultural y religiosa de nuestra Patria.
Reine
en nuestro corazón: La lectura del relato de la Pasión nos
muestra que Cristo no ahorró detalle alguno para mostrarnos que la medida de su
amor es que no tiene medida, lo cual, nos permite confiar plenamente en el
seguimiento de su caminar. ¡Sabemos en quien hemos confiado! Sin duda, la
capacidad infinita para amarnos que tiene Cristo hace que ocupe un lugar
principal en nuestros afectos, toda vez que “amor
con amor se paga” y a Él, en este día y en nuestra vida sólo podemos
decirle: ¡Que Viva Cristo Rey!
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